El último año del gobierno de Caldera 2 (1998) fue un período de conspiraciones y desestabilización. No llegó a mayores, por la articulación de la candidatura presidencial de Hugo Chávez. La mayor parte del archipiélago de la izquierda, y de los sobrevivientes de la insurgencia guerrilla de los 60, y de los grupos ultrosos de los años posteriores (70, 80 y 90), cerraron filas en torno al militar golpista, con pocas excepciones.
Entre esas excepciones se encontraban dos exponente de la lucha guerrillera irredenta: Douglas Bravo y Gabriel Puerta Aponte. Ambos rehusaron apoyar a Chávez. Por separado dieron a conocer sus opiniones. Nadie les hizo caso.
Tuve oportunidad de conversar con ellos, en distintos momentos. Bravo, se negó a apoyar a un militar proveniente del Ejército que había asesinado en los 60 a combatientes guerrilleros. En tanto que a la gente de Puerta Aponte, Chávez y su gente había tratado de engañarlos en el año 1992. Si ellos hubieran pisado el “peine”, la mortandad habría sido significativa. Milagrosamente, descubrieron a tiempo que los pensaban utilizar como carnada en una operación de distracción.
La candidatura de Chávez surge de la sagacidad de un hombre curtido en la política: Luis Miquilena. Él vio la apertura de una ventana estratégica con la crisis económica y social.
Chávez había impactado a los venezolanos con su aparición televisiva de cortos minutos en febrero de 1992. Fue el “por ahora”. Había puesto el pie en la puerta. Si se le hacía un diseño de campaña conservador, lograría ganar. Resulta que ganó.
Pero esa estrategia electoral era lo que sería en la superficie y a simple vista. Propio de la naturaleza de los venezolanos. A los pocos días no recuerdan. Y como quienes siguen los lineamientos de una moda, no hurgan en lo que está debajo y tras las telas. Miquilena lo sabía.
Mientras en los medios y las plazas se daba una batalla electoral, tras bambalinas se tramaba una conspiración. El primer paso fue el enjuiciamiento de Carlos Andrés Pérez. Para lo cual conspiraron la fiscalía, magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y jefes de las bancadas de los principales partidos políticos en el Congreso.
Frente a Chávez, se desplegaban tres candidaturas: la bonita con Irene Sáez, con una popularidad del 60%; la del tecnócrata Henrique Salas Römer; y la de Luis Alfaro Ucero, el feo de la partida.
Con Pérez neutralizado y sometido a juicio, Rafael Caldera con su mandato a punto de finalizar, la Venezuela democrática perdía espacio. Hugo Chávez y el naciente chavismo -un nuevo mito integrador- ocupaba el vacío.
Esta conspiración de izquierda no fue la única. A medida que se acercaban las elecciones, en el Ejército se caldeaban ánimos adversos. Solo que cometieron el error de esperar hasta el resultado. Lo que generalmente no funciona. “Los golpes se dan antes no después”, dicen los expertos en esas artes. Fue lo que sucedió.
Al ganar Chávez esa noche, la conspiración netamente militar se esfumó en minutos. Y oficiales de alta graduación, que hubieran podido actuar posteriormente, quedaron al descubierto. El resto, esperaba el “desarrollo de los acontecimientos». Una postura muy propia del sector.
En lo seis meses que duró la campaña, muchos venezolanos se anotaron a ganador. Gente de la prensa, de la banca, capitanes de empresas, gremios, entre otros. La mayor parte, se deslindó apenas pudieron. La verdad: ya Chávez no los necesitaba. Los usó hasta el momento en que montó el proceso constituyente, y logró montar la Asamblea con gente de su confianza que hizo lo que él ordenó.
Esa gran conspiración fue las aguas que trajeron estos lodos: La culminación de un proceso necesario para la desestructuración del sistema democrático.
Cuarta entrega:
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Tercera entrega:
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Segunda entrega:
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Primera entrega:
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