Al joven Eduardo Rafael y a la interminable lista de mis muertos.
“La conciencia de la muerte no es algo innato sino el producto de una conciencia que aprehende la realidad” Edgar Morín. EL HOMBRE Y LA MUERTE. Editorial Kairos.
Barcelona. 1974.
En el proceso, no deseado pero aceptado, que nos transporta a la vejez.
“Mi perra Argia, mi perra Bruja, mi perra Kim, mi abuela Raquel, la finca Santa Anita… Idas todas, desaparecidas en la inmensa nada de lo que ya no es. Y aquí me tiene empantanan dome en los recuerdos, cargado con el terrible peso de lo vivido.” Fernando Vallejo. EL DON DE LA VIDA. Alfaguara ediciones Bogotá. 2010.
“Solo cuando uno va/ muriendo de vejez/ se percata/ de la existencia del tiempo. / De cómo pasa/ silencioso/ devorándonos… Sabemos que es difícil vivir sin temor a la muerte. / Nos acostumbramos/ a sus fieros ladridos, / a su fatal presencia. Tomado del poemario LOS TRABAJOS DEL TIEMPO del poeta Néstor Rojas. Ediciones Secretaría de Cultura del Estado Aragua. Maracay. 1996
Por Gustavo Cabrera
Las horas del tiempo no se equivocan. Ellas van marcando los pasos hacia el infinito, hacia el vacío. Al fondo escucho unos cánticos sagrados, es la voz de mis antepasados, de mis muertos que me recuerdan su partida de vez en cuando. Yo los amo y sé que formare parte de esa legión. Por lo pronto, son solo recuerdos que me han alimentado todos estos años a seguir trillando el camino de la vida hasta esta edad de casi setenta años que he alcanzado, y el día en que yo muera se acabará para siempre la interminable lista, mientras, sigo escribiendo. Al final de la tarde me llega a la memoria el título de un libro: CONFIESO QUE HE VIVIDO de Pablo Neruda y leo en su introito este secreto a voces de un poeta: “Tal vez no viví en mí mismo; tal vez viví la vida de los otros. De cuanto he dejado escrito en estas páginas se desprenderán siempre –como en las arboledas de otoño y como en el tiempo de las viñas- las hojas amarillas que van a morir y las uvas que revivirán en el vino sagrado. Mi vida es una vida hecha de todas las vidas del poeta”. Y esa vida en los otros y con los otros me ha poblado el paisaje de querencias, sabiduría, una gratitud con la vida y con sus avatares. Ya no hay lugar para arrepentimientos ni dudas, aunque la muerte este colmada de incertidumbre.
VEJEZ Y MUERTE es el final de la travesía. Se pregunta el poeta Néstor Rojas: ¿Quién escapa a los hambrientos dientes de las edades?/ ¿Dónde están los que viven los días del futuro?/ ¿A dónde ira?/ Eso no importa ya. / Nadie puede impedir que el viento siga arrastrando las hojas/ y los susurros de los que ya murieron. / Sabemos que más adelante nos espera la muerte. / Pero esa bendición no es nada espantosa.
Si comprendiéramos la existencia terrenal, que veinte años no es nada, como dice un viejo tango, ni un siglo tampoco en la historia nuestra, la historia de la humanidad; si comprendiéramos y sintiéramos el dolor ajeno; si fuéramos menos mentirosos, egoístas e hipócritas con nosotros mismos y con la otredad; si aprendiéramos al desprendimiento material y no le rindiéramos culto al vil metal; si nos viéramos en el espejo del semejante; si dejáramos el excesivo amor propio y las bagatelas del consumo, si nos dedicáramos a filosofar más y vernos menos el ombligo, etcétera. Solo los grandes relatos pudieron comprender esto, pero quedaron atrapados y petrificados en las ideologías e imposturas humanas, en promesas y demagogias, de sueños y esperanzas pasaron por el tamiz del egoísmo y el absolutismo del poder, para muchos inevitable, del mercado y la disidencia convertida en suplicios humanos de los campos de concentración. Edgar Morín en el libro EL HOMBRE Y LA MUERTE desnuda al hombre tal como es: “Hubo un viajero que al describir al indígena del Este africano describió al hombre mismo: << Posee a la vez buen carácter y un corazón duro; batallador y circunspecto, en algunos momentos es bondadoso, y cruel, sin piedad y violento en otros, supersticioso y groseramente irreligioso, valiente y cobarde, servil y opresor, testarudo y sin embargo voluble, sujeto al honor pero sin el menor rastro de honorabilidad en su palabra y actos, avaro y ahorrativo y no obstante irreflexivo y poco previsor >>. Esa dialéctica, esa unidad de los contrarios es humana y nada nos puede salvar. Hay algunos destellos de nuestros muertos, dignos de emular, en ese amor y sabiduría que dejaron, aunque, cabe la digresión, no es ninguna fórmula mágica porque como dice aquel antiguo refrán “A Rey muerto Rey puesto”, ríos de lágrimas y promesas que al final se las lleva el olvido. Que cada quien lo tome como le convenga, ley de la libertad irremediable.
El escritor colombiano Fernando Vallejo narra en su novela EL DON DE LA VIDA la existencia de una libreta que incluye anotaciones y nombres de personas que conoció en la vida y que forman parte de sus muertos. Allí los anota con sus cualidades (si es que lo tienen) y sus defectos: “Raquel Upegui: le jodiste la vida a tu hija, vieja estúpida. Por tu culpa Elenita fue infeliz. Y por culpa de Dios también.” También le escribe a su abuela: “Donde quiera que estés, abuela, en la infinita nada: sigo soltero, no me casé, ni con hombre ni con mujer. Se me fueron pasando los días y las noches, los meses y los años, y ya me tiene puesto el ojo la de pocas palabras, la Parca”. “-¿Y como es la historia de su hermano Aníbal, maestro? Cuéntenosla, a ver. –Fue una vida noble en medio de la infamia. Y punto. Ya murió y ya lo puse en la libreta, con Norita, su mujer, que fue tan buena como él.” “Raquel Pizano, que un día fuiste el gran amor de mi vida, te borro de mi corazón, te tacho de mi memoria, te saco de mi lista. A lo único a que pueden aspirar este par de mujeres reproductoras es a que las ponga en mi Libreta de los muertos, donde hay de todo:
¡tengo hasta el viejo asqueroso de Octavio Paz!” Como pueden ver ni los más celebren se salvan del candelorio.
En mi caso la lista la refiero a familiares y amigos cercanos. Mi tía Indalecia, mi primo José Manuel, mi tía Flor, mi tío Sixto a quien mamá lo borró de sus quereres incestuoso, mi padre Alejandro que nunca lo conocí, Pedro, el fiel amante de mi madre, Silvina, amiga de mi madre, La Sra. Jacinta, donde trabajo mi madre cuando se vino del campo, su hija Jacintica que se volvió loca, el Sr. Aníbal y su esposa Lucrecia, los profesores de Ciencias Sociales Luis Padrino, Pablo Emilio Hurtado, Luis Turmero, Sabino, Carmen Elena Story y su esposo Ronal Stori, el profesor Francisco Rojas Poso, conocedor y escritor sobre la obra del también fallecido José Ignacio Cabrujas, el profesor León Pérez, que le decíamos Pantera Rosa por lo alto, Gilberto Parra, comunista toda su vida. Del lado político la lista es larga, sobre todo de la época de mi militancia comunista: Oswaldo Aguilera, quien de comunista se metió a patrón de empresa y le quito media hora de comida a los trabajadores, la Dra.
Priscila López y su compañero de vida Ángel J. Márquez, ambos abogados defensores de los trabajadores, el médico Edit Gómez, el filósofo Joaquín Flores, hijo del panadero Jesús Flores, que hacía unos panes muy sabrosos, Rosa Pérez, mujer tenaz y lider de la Escuela de Formación Obrera, del escritor Diego Salazar, del Comandante guerrillero Douglas Bravo, del cual se me haría muy largo la crítica, del antropólogo Francisco Prada, verdadero comunista toda su vida. De los amigos: Octavio Rodríguez, Pipo Rodríguez, Lucia Rodríguez, tres hermanos que perecieron en un mismo accidente cuando iban de regreso a su sitio de residencia en el Edo. Zulia, Carlos Ascanio, hombre bondadoso de buen corazón, igual que su madre Doña Sofía Morillo, su hermana que también conocí, la Señora Isabel Morillo. Del lado de mi esposa actual, su abuela María, su madre Carmen, su hermano Leslie, su tío de Puerto Cabello, todos buena gente. Igual incluyo al Comandante de los Bomberos Néstor Anselmo Borges, padre de mi primera esposa y su hijo Néstor Borges, de buen trato y afecto. Y faltan más, en otro momento los nombraré, y no los describo para no herir susceptibilidades en los vivos. Seres humanos al fin, como lo somos todos, con cualidades y defectos.
Ahora voy al otro lado importante de este ensayo escritural
Tres cimientos fundacionales que me enseñaron el sentido de la vida y su notable ausencia al morir. Mi primer hijo Eduardo Rafael, con una edad estupenda, 18 años, graduado de bachiller, muy discreto y pensante. Mi buena amiga Mery Carrasquero escribió el prólogo de un libro breve biográfico sobre la vida de mi hijo que vale la pena trascribir un párrafo: “Sus textos escritos en la infancia, la ingenuidad con la que expone sus sentimientos y emociones en la adolescencia. La fuerza de su juventud en cada línea, el talento y la disciplina con la que avanzaba hacia la concreción de sus sueños, expone un ser humano lleno de una hermosura especial, de una espiritualidad a la que entrega, desde corta edad. Es inevitable sentir la agudeza de los sentimientos de Eduardo Rafael en sus escritos.” Cuando se es joven se tiene el mundo por delante y la temeridad como valor, de allí que no se equivocó aquel poeta cuando dijo: “Juventud divino tesoro, te vas para no volver”.
Tenía 48 años (2002), feliz con mi nueva pareja y una inmadurez egoísta, perdida la brújula, sin valorar la fragilidad de la vida en un joven adolescente inquieto y dinámico. Extreme la confianza en su desenvolvimiento autónomo, más aún yo, que crecí sin la presencia de la figura paterna. En ese momento piensas en lo duro de la muerte, en el estado de vaciedad, en la fragilidad de la vida que se puede perder en segundos, como fue el caso de mi hijo al practicar apnea en una piscina olímpica, en solitario. No obstante, en los subsiguientes días y meses aparecen los recursos humanos y espirituales para seguir la marcha. El martillazo se va atenuando hasta convertirse en recuerdo.
Así pasaron 19 años, ahora tengo 69 años. Se vuelve a entrar en la dinámica de la vida, con sus avatares, angustias, aventuras, descarríos y la llamada felicidad efímera. Algunas muertes conexas a la familia, como lo fueron la abuela María, su madre Carmen, su hermano Leslie y un tío de Puerto Cabello, familiares de mi esposa Belén del Carmen.
Además de tres personas, oriundas del llano venezolano, muy queridas y tenidas como familia, como lo son Doña Sofía Morillo, su hijo Carlos Ascanio y su tía Doña Isabel. Así que aquel lema que aprendí del amigo Carlos Natera: “La vida es breve, fugaz e incierta” lo llevo prendido en mi memoria, aunque jamás nos acostumbremos que vamos a morir, como señala Edgar Morín: “El horror a la muerte es pues, la emoción, el sentimiento o la conciencia de la perdida, de la propia individualidad… conciencia en fin, un vacío de una nada, que aparece allí donde antes había estado la plenitud individual”. Lo cierto del caso es que nos acostumbramos más a ver la muerte de los otros, como si no nos tocara a nosotros en nuestro entorno inmediato tarde o temprano.
Estando en Buenos Aires, que iba a pensar que La Parca llegaría por los predios venezolanos a llevarse a mi madre Manuela Antonia Cabrera de 93 años y a mi pobre hermana Rosalía Cabrera de 78 años, en tan solo un año (2021) y a escasos días uno de otro. No pude compartir esos últimos momentos, cuando se necesita más compañía y afecto. Claro que la mortandad humana por efectos del Covid19 puso al mundo en alerta y nos coloca más sensible a la muerte física, sin embargo, vuelve uno al sentimiento egoísta, eso es para los demás hasta que te toca a tu puerta. Dos mujeres de alto significado en mi vida. Mi madre generosa y buena, y quien no ve así a su madre, levantó a sus hijos con esfuerzo, sacrificio y honestidad, y eso se reconoce como valores que preserva la civilidad. Mi hermana Rosalía, transparente, autentica, desprendida, afín a un pensamiento cristiano y democrático, de lo cual aprendí mucho. A ambas mujeres las despedí hace tres años con alegría y ahora que regreso a Venezuela encuentro un inmenso vacío y dolor, que el tiempo se encargará de disipar. No había en ellas maldad, profundos egoísmos, indiferencias frente al semejante, pero observo que somos duros para aprender de los demás y mucho más cuando se llega a viejo. Además, me llega a la conciencia las irremediables culpas de lo que dejaste de dar y de atender en esos contactos humanos.
A mi hijo Eduardo Rafael, que murió un 29 de julio de 2002, a mi madre y hermana recién fallecidas, a todos los que nombré en la lista, y a los que no mencioné, este poema de Néstor Rojas, de su poemario LOS TRABAJOS DEL TIEMPO, ya citado:
EL RUMBO INCIERTO
El cuerpo, cuando muere, / es barco sin viento, a la deriva. / Con sus arboladuras y velas caídas.
El alma es viento/ que lo lleva/ y trae. / Tregua no le da/ ni descanso/ hasta que deja sus raíces terrestres.
Muchas veces cambia el hombre de casa. / Y deja en la tierra sus cosas sin valor/ para después volver/ al borde del camino.
¿Cuál es el rumbo que debe tomar/ mi alma/ cuando empiece/ nuevamente/ el viaje/ que no tiene retorno?
La vida es un paseo largo/ y difícil que se da cada día/ hacía la oscuridad.