Víctor Maldonado: Acto de cierre

Por: Víctor Maldonado C.

Españoles: Franco ha muerto. Los relojes en Madrid marcaban las diez de la mañana. Y lo que hasta ese momento fue un rumor constantemente desmentido por las principales figuras del régimen, terminó siendo una constatación cuando Carlos Arias Navarro, Presidente del Gobierno, se dirigió al país en tono peripatético para certificar la muerte de quien había dispuesto de la suerte del país desde el 28 de septiembre de 1937.

La ciudad no sabía qué hacer con esa noticia que abría una rendija al cambio luego de 38 años de férrea inamovilidad. El vocero oficial no se ahorro ninguna oportunidad para el dramatismo. Con la voz hendida, ojos llorosos, y un sollozo ahogado que lo hacían ver como la viuda y albacea principal, dirigía un mensaje que por excesivo sólo calaba por su cursilería: «El hombre de excepción que ante Dios y ante la Historia asumió la inmensa responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a España ha entregado su vida, quemada día a día, hora a hora, en el cumplimiento de una misión trascendental. Yo sé que en estos momentos mi voz llegará a vuestros hogares, entrecortada y confundida por el murmullo de vuestros sollozos y vuestras plegarias. Es natural. Es el llanto de España, que siente como nunca la angustia infinita de su orfandad…» Con razón David Hume sentenció que los humanos estamos condenados a tener los sentimientos que tenemos, y a repetirnos en el extenso espectro histórico. Ni en eso fue original el último presidente del régimen franquista.

El secretismo y las consideraciones que creían deber al anciano autócrata los hizo crueles. No solamente no le permitían terminar de morir, sino que en razón de la confidencialidad llegaron a cometer actos de barbarie, inaceptables para la época. Estamos hablando de 1975. El 2 de noviembre de ese año el generalísimo, que seguía en el Palacio de El Pardo a pesar de su gravedad, sufre una hemorragia incontenible. «Sangraba mucho más que la velocidad que teníamos nosotros para transfundirle». Pero la seguridad del secreto era mucho
más importante que cualquier decisión médica. Franco no podía mostrarse en tales condiciones sin que las bases de su régimen se desplomasen. Algunos apostaban a un barajo sucesoral que dejara fuera al Príncipe de España y los colocara a ellos, sus viudas políticas, en la posibilidad de maniobrar un «franquismo sin Franco». La razón de estado se disminuyo hasta la crueldad más abyecta. El gobernante había dejado de ser un fin para terminar siendo un andrajoso medio para apalancar las ambiciones de los que se creían sus legítimos sucesores. Por eso deciden operarlo allí mismo, en el Palacio, despejando un cuarto cochambroso, lleno de polvo y sin ninguna propiedad quirúrgica.

«Como las escaleras desde su habitación no permiten el giro de una camilla, se decide transportar al jefe del Estado envuelto en una de las alfombras del cuarto. Y así, envuelto en una alfombra, sangrando de una manera brutal y completamente desnudo, es como llega Franco hasta la mesa de operaciones». Y para colmo, el esfuerzo de iluminación provoca un cortocircuito que deja el improvisado quirófano a oscuras…» Nada estaba saliendo como había sido planeado. Pero el secreto se mantenía incólume, solo que pagando un alto costo de vileza.

En el lejano 28 de septiembre de 1936, el Gral. Cavanellas, un solitario adversario del «generalísimo» atinó a decir a los otros miembros de la Junta de Defensa Nacional lo que se iba a convertir en un vaticinio perfecto: «Ustedes no saben lo que han hecho porque no lo conocen como yo, que lo tuve a mis órdenes en África como jefe de una de las unidades de la columna a mi mando; y si, como quieren va a dársele en estos momentos España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie le sustituya en la guerra, ni después de ella, hasta
la muerte». Y así fue.

En todo el transcurso Juan Carlos supo callar, pero también supo hilar fino, concertar acuerdos y generar confianza entre los líderes de la oposición moderada. Necesitaba sobrevivir a las primeras conjuras y tramitar con precisión de relojero la transición a la democracia, utilizando a los mismos falangistas del antiguo régimen como las puntas de lanza del proceso. Solía decir el anciano dictador que en cuanto al futuro de España, «todo está atado, y bien atado». No era ducho haciendo nudos, o las sociedades son expertas en desatarlos. La historia se repite con fatalidad y aburrimiento, ya lo advirtieron los filósofos escoceses, pero algunos podrían intentar ser más originales, al fin y al cabo, la adulancia puede llegar a ser un arte.

 

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