En noviembre de 2009 escribí en esta columna un artículo sobre la reforma a la ley del Banco Central de Venezuela que se acaba de aprobar. Decía entonces que dicha reforma, además de inconstitucional, violaba un principio económico fundamental, cual es la capacidad que tienen que tener los bancos centrales de negarse a financiar gasto público deficitario, acción conocida también como la monetización de los déficit, con el fin de evitar la materialización de presiones inflacionarias. Expresaba allí que a través de esa reforma «se le permite, o mejor, conmina al Banco Central financiar programas determinados por el Ejecutivo como prioritarios, así como descontar y redescontar títulos provenientes de esos proyectos especiales.
Esto se puede convertir en una fuente inagotable de financiamiento de gasto público, ya que el BCV tendría que adquirir obligaciones gubernamentales los títulos emitidos por entes públicos en las cantidades que el Poder Ejecutivo decidiere, simplemente con declarar que esos papeles están destinados al financiamiento de proyectos prioritarios, incluyendo aquellos orientados a cubrir las cuantiosas y recurrentes pérdidas de múltiples empresas del Estado».
Más adelante manifestaba que la reforma en cuestión también establecía que el BCV podría adquirir obligaciones de Pdvsa, organización que «tendría asegurada la colocación de los bonos que emita en condiciones favorables, y así contar con recursos adicionales para cubrir una serie de obligaciones impuestas por el Gobierno y ajenas a su actividad medular, tales como importación y comercialización de alimentos, financiamiento de misiones y otras tantas». Señalaba, finalmente, que lo que angustiaba de esa reforma era la posibilidad de que el instituto emisor se viera forzado a crear grandes cantidades de dinero para financiar gasto deficitario que generaran grandes presiones alcistas de los precios.
Pues bien, después de casi cuatro años de haber hecho esas advertencias ¿qué ha sucedido? ¿tenían éstas fundamento? Desgraciadamente sí.
Al momento de aprobarse la reforma de la ley, es decir, a fines de 2009, Petróleos de Venezuela mantenía una posición acreedora en el BCV, y fue sólo durante el año siguiente que comenzó a buscar financiamiento en ese ente, aun cuando de forma moderada.
No fue sino a partir de 2011 cuando los préstamos del BCV a la petrolera comenzaron a expandirse fuertemente, al punto de que al cierre de ese año su deuda neta con el instituto emisor era superior a los 96 millardos de bolívares, un monto equivalente a algo más de 22 millardos de dólares. En los meses subsiguientes, y hasta hoy, ese financiamiento no ha parado de crecer, ubicándose esos pasivos netos en la actualidad en más de 256 millardos de bolívares, lo cual equivale a más de 40 millardos de dólares, una magnitud similar a las divisas que anualmente le vende Pdvsa al BCV.
Algo semejante, aun cuando en mucho menor escala, ha sucedido con otras empresas públicas no financieras, tales como las empresas de Guayana, las cuales han acudido al BCV en busca de financiamiento para cubrir sus pérdidas, particularmente desde fines de 2012 hasta esta parte, acumulando a fines de septiembre de este año unas deudas netas con ese ente de 27 millardos de bolívares. Este masivo financiamiento a empresas públicas ha generado un fuerte aumento del dinero primario, o base, es decir, aquel creado directamente por el BCV, contribuyendo ello a expandir la oferta monetaria en poder del público en más de 64% en doce meses, un incremento muy intenso que se ha traducido en mayor inflación.
Esto tiene que cambiar, porque de continuar el financiamiento de gasto público deficitario por el instituto emisor de manera recurrente y creciente en el tiempo, se generarán presiones inflacionarias mucho más intensas que las actuales, con efectos devastadores sobre la población, particularmente sobre aquellos que menos tienen.