La escasez es una circunstancia económica que se convierte en problema político cuando la gente se queja continuamente del desabastecimiento. El Banco Central de Venezuela la mide y periódicamente publica un índice que en los últimos meses nunca ha bajado del 20% en promedio. ¿Qué significa ese índice? El indicador de escasez “representa el porcentaje de casos donde el producto específico investigado no está presente en el establecimiento y tampoco lo están otros productos específicos del mismo rubro que permiten al consumidor hacer la sustitución del inicialmente buscado”.
La escasez “a la carta” que estamos padeciendo es un reto político que está venciendo al régimen en la calle. Todo el mundo habla de eso. Todo el mundo lo comenta. Nadie deja de sentir sus impactos, y los que están al frente del gobierno están recibiendo un feedback terrible: una creciente insatisfacción y descrédito. La gente no está conforme con una situación que en lugar de mejorar, empeora, y tampoco cree que el equipo económico y el alto gobierno sean capaces de resolverla. Probablemente crean que las cifras sean peores y que hay una inflación de mentiras en la que están comprometidos todos los poderes públicos.
La escasez corroe la legitimidad de los gobernantes porque incrementa los costos de oportunidad de los ciudadanos. Los obliga a enfocarse intensamente en el esfuerzo de conseguir aquel bien o servicio que se hace poco ubicuo. Les exige que inviertan tiempo y dinero en procurarse aquellas cosas que no logran conseguir con facilidad pero que igualmente necesitan. La escasez roba tiempo, tranquilidad y recursos a toda la sociedad pero sobre todo es implacable y feroz con los más pobres a quienes coloca en el borde del precipicio porque no pueden competir en esa búsqueda implacable por el bien escaso con otros que tienen mayor movilidad, disponen de más tiempo y están dispuestos a pagar más caro.
La escasez es perturbadora porque la gente tiene una idea de la felicidad que es relativamente simple, pero que en manos del socialismo se convierte en una pesadilla. Los venezolanos tienen la expectativa de que el gobierno garantice mercados abastecidos, con diferentes tipos de productos, diferentes calidades y diferentes precios. Eso no lo ha logrado. La gente quiere poder hablar con libertad, tener bienes con libertad, y poder comer con libertad. Esas condiciones son harto difíciles y muy costosas en los tiempos del socialismo del siglo XXI, que ha preferido emparentarse con el crimen y el malandraje. En este país unos tienen más acceso y el resto debe hacer colas, superar trámites y soportar la exclusión.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Recordemos la trama. El gobierno lleva 14 años empeñado en una transición hacia el comunismo que ha dado en llamar Socialismo del Siglo XXI. En el camino ha cercado a la industria, ha confiscado empresas y se ha cogido al menos 5 millones de hectáreas que antes eran productivas. Al mismo tiempo se dio a la tarea de crear “empresas socialistas” que no terminan de arrancar, deficitarias, carentes de gerencia y foco, ideologizadas y confundidas, y por lo tanto en una situación que “ni lavan, ni prestan la batea”. Tomaron Agroisleña y la transformaron en esa bazofia llamada Agropatria. Tomaron las cementeras y ahora importamos cemento. Tomaron las siderúrgicas y ahora importamos cabillas. Manosearon las empresas de aluminio y ahora importamos bauxita. Lo mismo hay que decir de carne, arroz, azúcar, maíz, y otros rubros en los que antes éramos competitivos. Y por si fuera poco las leyes habilitantes y la Asamblea Nacional, “rodilla en tierra”, han producido una legislación económica y comunal pavorosa. Basta leer las exposiciones de motivos para apreciar el inmenso error y la mala fe con la que se han creado normas ilusas, intervencionistas, punitivas y llenas de nuevas cargas para las empresas que quedan.
Hay que recordar que el régimen se convirtió en importador y pretendió organizar un festín electoral lleno de regalos. La envidia y la competencia desleal se transformaron en montos crecientes de importaciones, unas reales y otras tantas fraudulentas. El escándalo de PUDREVAL no fue casual, solo una leve muestra del inmenso desorden y la fastuosa irresponsabilidad de la trama boliburguesa. Hay que recordar también que Chávez dilapidaba la renta petrolera como si fuera propia. Compraba aviones, tanques de guerra, favorecía los astilleros quebrados españoles y le echaba “una ayudadita” a la economía portuguesa. Bielorusia no podía quedar fuera de la repartición, tampoco los chinos, y mucho menos los cubanos. Todos esos favores tenían prioridad en la cola, mientras las necesidades reales de los venezolanos se postergaban. Chávez pretendía ser el sultán de una riqueza infinita y nunca entendió de prioridades o de límites.
Y nos quedamos sin reservas. El chavismo pagó en dólares contantes y sonantes el delirio de ser líder continental y regaló el 40% de los ingresos petroleros. El resentimiento le hizo hacer malos negocios, peor aún, transformarse en un socio tramposo y altivo que no paga pero expropia a la primera insinuación. Su narcisismo transformado en acto de gobierno destrozó la capacidad gerencial y técnica de PDVSA, ahora endeudada hasta más allá de los tuétanos, y necesitada de importar gasolina, gas, diesel y electricidad. Y ahora, cuando no hay músculo financiero todo se muestra tal y como es, un monumental fraude que pretende someternos a las vicisitudes del trueque entre los países del ALBA.
Como no hay dólares inventaron la subasta. Una subasta es una lotería que no necesariamente premia al más eficiente y tal vez favorezca al “mejor relacionado” afectando fatalmente el incentivo productivo y propiciando el rentismo en un país donde quien hace la ley monta la trampa. Estas subastas solo provocarán más carencias y pocas soluciones, todas ellas de corto plazo, de tono menor, de mera sobrevivencia.
Como no hay electricidad inventaron el autoabastecimiento energético de los privados, a los que sin embargo expropiaron y dejaron fuera de toda posibilidad de invertir en el negocio eléctrico. Ellos invocaron la ambición desmedida de unas empresas que exigían la revisión de las tarifas, pero fueron ellos los que groseramente las han incrementado con el eufemismo de las multas. Lo cierto es que no hay electricidad para surtir nuevos negocios, como si el país no creciera en necesidades de nuevas fuentes de empleo, productos y bienes. Sin energía no hay producción. Y sin producción estamos condenados al racionamiento estructural. Pero Chavez prefirió darle “el negocito” a los cubanos, que de eso no saben, que no tienen tecnología ni experiencia, pero si una avidez y un cinismo inmensos.
La escasez es solo una cara de la descomposición política y económica del socialismo del siglo XXI. Los controles siempre son arbitrarios y de alcance limitado. Donde hay un control hay una oportunidad para la corrupción. Y donde hay corrupción hay una perversión de las prioridades sociales. Herbert Simon advertía contra “la racionalidad limitada”: el Comité Central de Planificación, el burócrata más esclarecido no puede controlar una realidad tan compleja y diversa como el sistema de mercado. Donde hay controles hay represión autoritaria y déficit de todo tipo.
La escasez solo provoca más escasez. Allí donde hay controles surge la escasez como efecto perverso, pero inevitable. Desaparecen los incentivos para la producción y surgen en su sustitución los incentivos para la corrupción y el fortalecimiento de una clase política llena de privilegios que lo único que le falta es contar ellas con tiendas exclusivas, a imagen y semejanza de Cuba. Ya nosotros estamos viviendo la decepción pentapartita del socialismo: represión, inflación, pobreza, crimen, y envilecimiento social. La escasez es todo eso expresado en un estante vacío. A este gobierno le están llegando todas las facturas al cobro.
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