Anibal Romero: Tocqueville y la revolución

Por Aníbal Romero

El libro de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, publicado en 1856 —veintiún años después que el primer tomo de La Democracia en América— es una obra de gran originalidad y lucidez analítica, que ha causado sin embargo problemas de clasificación para historiadores y sociólogos por igual. (Wolin, 2001: 504-508). ¿Se trata acaso de una historia del Antiguo Régimen, del período inmediatamente precedente al estallido de los eventos revolucionarios? ¿Constituye tal vez un intento inicial de historia de la Revolución? ¿O es un esfuerzo de interpretación que intenta combinar la reflexión teórica con la historiografía?

En realidad, El Antiguo Régimen y la Revolución es un libro difícil de ubicar en un marco de categorías rígidas. Su originalidad consiste precisamente en la convergencia de una historia crítica de los procesos que a lo largo del tiempo crearon las condiciones para la revolución, del esbozo de una teoría general acerca de las causas de las revoluciones, así como de una perspectiva sobre la contra-revolución, es decir, acerca de las barreras que pueden erigirse tanto para detener el huracán revolucionario como, sobre todo, para prevenirlo a tiempo.

En cuanto a los aspectos históricos de la obra, es bastante claro que Tocqueville no se interesaba por el pasado como un fin en sí mismo, sino que le veía como una fuente de enseñanzas para el presente. En el Prólogo del libro el autor sostiene que: “para comprender bien…la Revolución y su obra, es preciso olvidar por un momento la Francia en que vivimos e ir a interrogar en su tumba la Francia que dejó de existir”. (Tocqueville, 1998: 75). Podría haber añadido sin reparos que su interés por el Antiguo Régimen era el preludio para comprender las causas de la Revolución, escudriñar mejor el presente y sugerir remedios para evitar hacia el futuro una repetición de las conmociones que a su manera de ver tanto daño habían hecho a Francia. Es cierto que esta obra de Tocqueville no propone una teoría general del cambio político (Furet, 1978: 228). No obstante, considero que en el libro sí se presentan los lineamientos generales de una teoría de la revolución y de la contra-revolución, entendida esta última a modo de medicina preventiva contra lo que el autor en ocasiones denomina el “virus” revolucionario.

Tocqueville enuncia tres propósitos principales de su investigación. En primer lugar, explicar por qué la revolución, un proceso que de un modo u otro maduraba en toda Europa, sólo estalló en Francia y no en otra parte. En segundo término, qué hizo que un proceso sustentado presuntamente en un ideal de libertad degeneró en terror y despotismo. Finalmente, Tocqueville confiesa que al estudiar el Antiguo Régimen nunca perdió de vista el presente: “No sólo he querido ver ante qué mal sucumbió el enfermo, sino también cómo habría podido evitar la muerte”. (Tocqueville, 1998: 78-79). Tampoco se detiene Tocqueville en miramientos al formular, doscientas páginas más tarde, su lapidaria conclusión: “El Antiguo Régimen proporcionó a la Revolución muchas de sus formas; ésta no hizo sino agregar la atrocidad de su genio”. (Tocqueville, 1998: 271).

La polémica acompaña la interrogante de hasta qué punto, y con qué grado de ponderación y precisión logró el autor concretar sus objetivos en la obra. Tanto en el plano histórico como en lo que tiene que ver con la teoría de la revolución y de la contra-revolución, así como en lo referente al tema propiamente político, es decir, a la toma de posición de Tocqueville frente al fenómeno revolucionario, sobre todos estos temas —repito— existe una intensa discusión (Wolin, 2001: 498- 560). Pienso que el propio Tocqueville contribuyó en cierta medida a encender el debate debido a que este libro suyo se mueve constantemente en dos planos, uno histórico y otro teórico-político, diversos asuntos son sugeridos en la obra y luego carecen de adecuada discusión, y los aspectos teóricos no reciben el tratamiento orgánico, estructurado y riguroso que sería deseable. Dicho esto, sin embargo, cabe añadir que la obra está repleta de observaciones de extraordinaria lucidez, y el análisis es siempre interesante e iluminador.

En las siguientes páginas intentaré dar cuenta: 1) de elementos medulares en la historia que intenta narrar Tocqueville; 2) de la perspectiva que desarrolla acerca de las causas y la naturaleza de la Revolución francesa; y 3) de la postura política del autor y sus implicaciones. Procuraré resaltar el vínculo entre su indagación sobre las causas del proceso revolucionario, de un lado, y de otro los remedios preventivos que propone contra esa “fuerza desconocida” (Tocqueville, 1998: 80) que acabó con un mundo y dió lugar a otro, un mundo que el autor veía con disgusto.

Desde el punto de vista histórico, la tesis fundamental de Tocqueville es que la Revolución francesa no constituyó una fractura tan radical, ni un acontecimiento tan renovador como les pareció en su momento a sus contemporáneos. En su opinión, el proceso “innovó mucho menos de lo que en general se supone”, aunque —y de manera un tanto contradictoria— en distintos momentos de la obra Tocqueville pinta un fenómeno de gran poder destructivo, y usa adjetivos como “repentino”, “radical”, e “impetuoso” para calificarlo (Tocqueville, 1998: 105, 289). El germen de esta contradicción se encuentra en el manejo paralelo que Tocqueville hace de dos asuntos: Por un lado, el autor quiere demostrar que, en efecto, existió una continuidad de fondo entre el Antiguo Régimen y la Revolución; que —en sus palabras— “La Revolución fue cualquier cosa menos un acontecimiento fortuito. Cierto es que tomó al mundo desprevenido, pero sin embargo sólo fue el complemento de un trabajo más prolongado, la terminación repentina y violenta de una obra a la que se habían dedicado diez generaciones de hombres” (Tocqueville, 1998: 105). Por otra parte, no obstante, Tocqueville no puede menos que destacar la naturaleza casi telúrica, de movimiento tectónico en lo sociopolítico e ideológico de un proceso que transformó la faz de su sociedad y su tiempo.

Furet también intenta explicar estas tensiones en el libro de Tocqueville como el resultado de la marcha simultánea y nunca acoplada de dos líneas de investigación, y de dos hipótesis sobre la historia de Francia: Por una parte, dice, Tocqueville focaliza el proceso de centralización administrativa como el hilo conductor que revela la conexión de fondo entre el Antiguo Régimen y la Revolución. De acuerdo con Tocqueville, “si la centralización no pereció en la Revolución, fue porque ella misma era comienzo y signo de esa Revolución” (Tocqueville, 1998: 145). Ahora bien, el énfasis en la continuidad hace que Tocqueville encuentre dificultades para poner de manifiesto qué es lo que la Revolución tuvo de específico; qué la diferenció, por ejemplo, de períodos posteriores donde también se agudizó ese proceso centralizador en el plano de la administración de los asuntos públicos.

De allí entonces la segunda hipótesis que maneja Tocqueville en su obra: la de la Revolución como una transformación rápida y radical de los hábitos, mentalidades, percepciones y convicciones políticas de numerosas personas, y de una dirigencia comprometida con un proyecto ideológico de naturaleza mesiánico-escatológica y radical. Este último proceso, el estallido revolucionario, es presentado por Tocqueville como consecuencia de la centralización, del desmembramiento de las élites tradicionales y la falta de coherencia en la acción del Estado. Mas el autor no llega a articular adecuadamente el vínculo entre estos factores y el curso radical de los eventos posteriores, ni a desplegar con suficiente detalle una historia de la dinámica cultural específica en juego. (Furet, 1978: 253-254). Dicho en otros términos, no queda al final del todo claro en sus páginas por qué y de qué modo los espíritus se encendieron a tal punto en Francia y no en otros lugares, qué fue lo que dió al cambio cultural en ese espacio y tiempo su intensidad inédita. No es ésta, por cierto, una pregunta fácil de responder, ni sobre el caso que ocupó la atención de Tocqueville ni sobre situaciones análogas.

El señalamiento acerca de la coexistencia en la obra de dos rutas de análisis paralelas es importante, pero no agota la cuestión referente a las tensiones presentes en el Antiguo Régimen y la Revolución, pues en Tocqueville el problema teórico tiene también que ver con su toma de posición política, que es una mezcla de rechazo al carácter destructivo de la Revolución, de nostalgia por un pasado que en numerosas ocasiones tiende a describir como más apacible y positivo —a pesar de sus limitaciones— de lo que vino después, de creencia acerca del papel de una élite aristocrática esclarecida como fiel de la balanza para la sociedad, y de verdadero espanto ante los rasgos del nuevo tipo de hombre surgido de la Revolución: el ideólogo extremista hermanado a la utopía y a las teorías abstractas en materia política.

Estos “hombres nuevos” de la historia, los intelectuales e ideólogos que asumieron la conducción del proceso, eran por completo ajenos al sentido de los límites que resulta del apego al significado de los hábitos y costumbres, maduradas a través del tiempo. La actitud de tales “salvadores de la humanidad” con respecto al pasado era como mínimo de desdén y menosprecio, más usualmente de brutal repudio: “Viviendo tan alejados de la práctica, ninguna experiencia venía a moderar su natural ardor; nada les advertía de los obstáculos que los hechos existentes podían producir incluso a las reformas más deseables; no tenían la menor idea de los peligros que siempre acompañan aun a las revoluciones más necesarias. (Tocqueville, 1998: 223).

En su empeño por disminuir la mitología revolucionaria vista como un nuevo comienzo de la historia, como una especie de iluminación repentina para una humanidad renovada, Tocqueville a veces no pareciera asimilar a plenitud el significado de sus propias observaciones sobre los individuos que condujeron el proceso con base en un extremismo político mesiánico, y que representaron algo en no poca medida innovador en la historia política de Europa. Tocqueville argumenta que estos individuos, ideológica y políticamente radicalizados, no llegaron a entender la verdadera naturaleza del proceso que contribuyeron a desencadenar, y que condujeron hasta el terror, y de hecho ayudaron más bien a perpetuar lo que creían haber destruido para siempre (Wolin, 2001: 524). Esta idea, según la cual los períodos revolucionarios son los más oscuros de la historia para sus propios protagonistas —cuyo velo mental les dificulta interpretar con tino el sentido subyacente de los eventos— es un aporte clave de Tocqueville a la teoría de las revoluciones (Furet, 1978: 250). Pero cabe preguntarse hasta qué punto la observación de Tocqueville sobre la desorientación de los espíritus en medio del torbellino, no se ajusta también a su intento de disminuir el peso moral y la clarividencia política de los “hombres nuevos”, una vez más contrastando la continuidad de fondo de la evolución histórica frente al mito revolucionario de una fractura decisiva en la historia.

Furet acierta al resaltar la relevancia del tema de las consecuencias no-intencionales de la acción política, en particular con referencia a los procesos y líderes revolucionarios que pretenden alcanzar un paraíso en la tierra, y reiteradamente sucumben a la tentación de la violencia, destino del que desde luego no escapó la Revolución francesa, muchos de cuyos dirigentes acabaron en la guillotina o como eventuales aliados del despotismo. Tocqueville no deja de mostrar en su obra lo que significaron los Robespierre, los Saint-Just, los Danton y Marat como portavoces de un mesianismo secular que tanta proyección tendría en los siguientes dos siglos, y tantas calamidades desataría, pero enfrenta dificultades para admitir a plenitud la originalidad de la Revolución y de sus “hombres nuevos”, debido a su compromiso con la tesis de una continuidad fundamental con el pasado.

Cuando Tocqueville avanza más allá de las causas a largo plazo —la centralización y asfixia de las libertades locales, el fracaso de las élites, y la inconsistencia de las políticas públicas—, y enfoca los detonantes de corto plazo del proceso, destaca el cambio en las mentalidades ocurrido en un relativamente breve período previo al estallido. En diversas secciones de su libro, el autor desarrolla tres aspectos conectados al tema: 1) La idea según la cual existe una independencia relativa entre los procesos socioeconómicos y la dinámica ideológico-cultural de una sociedad. Con especial lucidez, Tocqueville enfatiza el fenómeno de que la prosperidad no produce necesariamente la serenidad en el ánimo de la gente; al contrario, “A medida que se desarrollaba en Francia la prosperidad…los espíritus parecen sin embargo más inestables e inquietos; se exacerba el descontento público; va en aumento el odio contra la totalidad de las instituciones antiguas. La nación se encamina visiblemente hacia una revolución”. (Tocqueville, 1998: 255). 2)

Por otro lado, Tocqueville estudia la transformación en el papel de los intelectuales y el modo en que asumieron en la Francia previa a la Revolución —y durante esta misma— un papel inédito, como “Nunca se había visto…entre nosotros ni creo que en parte alguna”. (Tocqueville, 1998: 221). Los intelectuales proyectaron sobre el resto de la sociedad una visión abstracta e idealizada de la política, revistiéndola crecientemente de un tono escatológico. 3) Por último, Tocqueville, seguramente influído por Montesquieu, pone el acento sobre el peso central que los hábitos, costumbres y tradiciones de una sociedad ejercen sobre su cultura política, y al mismo tiempo enfatiza lo poco que puede esperarse de la ingeniería constitucional: “Nada más superficial que atribuir la grandeza y el vigor de un pueblo al mecanismo de sus leyes; pues, en esta materia, el producto se debe más a la potencia de los motores que a la perfección del instrumento”. (Tocqueville, 1998: 255).

En conclusión, en torno a estos puntos, Tocqueville postula que la Revolución es esencialmente una dinámica de rápida transformación cultural-ideológica que acelera los ritmos de la historia, y que esa dinámica halló en la Francia de ese tiempo condiciones particularmente propicias. El esfuerzo por explicar de manera más específica, cómo y por qué ocurrió todo esto, así como de extraer lecciones de utilidad para el presente y el futuro, lleva al autor de El Antiguo Régimen y la Revolución a definir una más precisa conceptualización del carácter específico del proceso revolucionario, su dinámica excepcional y su extraordinario impacto, así como a plasmar de manera más firme la relación entre cierto tipo de mentalidad surgida como respuesta a la irreligión, de un lado, y de otro el nacimiento de una ideología escatológica de redención social a través de la política.

En el capítulo II del Libro Tercero de la obra, Tocqueville analiza “Cómo la irreligión se convirtió en una pasión general y dominante entre los franceses del siglo XVIII y qué clase de influencia ejerció sobre el carácter de la Revolución”. Si bien comparto la tesis de Furet acerca de la importancia que tiene en El Antiguo Régimen y la Revolución el tema de las consecuencias no intencionales de la acción, y de la incomprensión esencial del sentido último de las revolucione por parte de quienes las llevan a cabo, considero que la teoría de Tocqueville es aún más original en cuanto a su aporte en relación al impacto que tuvo en la Francia de ese tiempo el descrédito de las creencias religiosas. Fue un fenómeno que “predispuso a los hombres…a llegar a extremos tan singulares”, empujándoles por el precipicio del radicalismo hasta el ejercicio sistemático del terror como arma política. El vacío dejado por la irreligión fue llenado por ideas y sentimientos de índole salvacionista y mesiánica, una especie de “religión nueva”, pero en este caso una religión secular, cuyos efectos sin embargo equivalían a los de un cierto tipo de cristianismo comprometido: “los apartaba del egoísmo individual, los impelía al heroísmo y al sacrificio, y con frecuencia los hacía insensibles a todos esos bienes mezquinos que se apoderan de nosotros”.

(Tocqueville, 1998: 231, 237-238).

El análisis que despliega Tocqueville en torno al desquiciamiento de los espíritus y su conversión a esa religión secular, seducida por la utopía y ansiosa de rescatar a la humanidad entera en función de una liberación plena y perenne, constituye tal vez la sección más cautivadora de la obra, y una de las contribuciones más lúcidas y proféticas del autor a la teoría de las revoluciones modernas. El hecho de que la Revolución francesa haya asumido el carácter de cruzada, de que haya sido “una revolución política que ha procedido a la manera de una revolución religiosa” (Tocqueville, 1998: 96-97) es lo que explica su radicalismo. Si se trata de liberar a la humanidad, de poner fin a la explotación e instalar definitivamente un reino de paz, armonía y prosperidad para todos en la tierra, las consecuencias son obvias: En primer término, no hay costo que no deba pagarse en función de la conquista de semejante meta; en segundo lugar, ante un objetivo tan exaltado y de incuestionable valía, ¿qué puede pensarse de los que se opongan a los designios revolucionarios?; pues no otra cosa que se trata de seres deleznables, desechables y merecedores de cualquier castigo.

La Revolución francesa fue vista por Tocqueville como un proyecto ideológico-escatológico, cuyo sentimiento orientador y subyacente era, según el autor, un verdadero “virus” de “una especie nueva y desconocida” (Furet, 1978: 256). Este virus a su vez se enraizaba en la “imaginación” (Tocqueville, 1998: 257), desbordada por la pasión y conducida por un propósito escatológico. De modo pues que la dinámica revolucionaria es una mezcla de emoción e ideología, de voluntad mesiánica y objetivos salvacionistas, que contamina las almas de la misma forma en que podría hacerlo una fe fanatizada, pero que en lugar de colocar el paraíso en el cielo lo busca en la tierra.

Todas estas ideas, reiteradamente materializadas también en las trágicas realidades de las revoluciones marxistas del siglo XX, son hoy moneda corriente en los estudios de sociología de las revoluciones, pero fue Tocqueville uno de los primeros, sino el pionero, que sacó a la luz con absoluta claridad el lazo entre irreligiosidad, utopismo y radicalismo político.

Ya hemos adelantado algunos planteamientos acerca del análisis de Tocqueville sobre el nuevo papel de los intelectuales en la Francia revolucionaria. Conviene añadir que Tocqueville consideraba a los intelectuales como semilla particularmente fértil para que de ella germinasen el utopismo y una concepción de la política ajena al respeto por la herencia del pasado y la tradición: “La misma condición de estos escritores los predisponía a abrazar las teorías generales y abstractas en materia de gobierno y a confiar en ellas ciegamente…la ausencia por completo de libertad política hacía que el mundo de los negocios públicos no sólo les fuera poco conocido, sino invisible…Por consiguiente, carecían de esa instrucción superficial que la vista de una sociedad libre y el ruido de lo que en ella se dice dan incluso a quienes menos se interesan por los asuntos de gobierno. De esa suerte, fueron mucho más atrevidos en sus innovaciones, más amantes de las ideas generales y los sistemas, más despreciativos de la sabiduría antigua y aún más confiados en su razón individual de lo que comúnmente sucede…” (Tocqueville, 1998: 223-224). Tocqueville fue demasiado optimista en estos párrafos, pues sobrestimó la capacidad de numerosos intelectuales para controlar y vencer esa “conciencia de lo insoportable” (Furet, 1978: 249) que les invade también en el seno de sociedades libres y democráticas, en no poca medida como resultado del impacto de las revoluciones modernas —y su contagioso virus utópico—, y de la tendencia de personas librescas y ambiciosas a pretender que conocen mejor que la mayoría lo que debe hacerse en política y cómo debe hacerse. No en balde Lenin, Trotsky, Mao Ze Dong, y el Che Guevara, entre otros, fueron personajes representativos de uno u otro modo de la condición del intelectual, o al menos presumieron serlo.

Previamente señalamos que al escribir su libro, Tocqueville se proponía no sólo entender las causas que condujeron al fin del Antiguo Régimen, sino también de qué manera ese orden político hubiese podido evitar el destino que le liquidó. En tal sentido, como también apuntamos, la obra contiene el esquema de una teoría de la contra-revolución, expuesta como una serie de observaciones y recomendaciones acerca de acciones que debieron tomarse y no fueron llevadas a cabo por parte de los sectores dominantes, así como de consideraciones sobre determinados modos de actuar que en lugar de fortalecer el orden establecido contribuyeron a su derrumbe.

En este orden de ideas, es claro que Tocqueville asume una postura política que se deriva de su triple convicción de que, en primer término, la revolución deviene en despotismo; en segundo lugar el autor piensa que el papel de una aristocracia como factor moderador y guía en una sociedad de clases es fundamental, y su ausencia deja un vacío propenso a ser ocupado por tendencias anárquicas o dictatoriales. Finalmente, Tocqueville no puede ocultar su subestimación hacia las masas populares, ésas que en Francia tuvieron papel preponderante como fuerza motora del proceso revolucionario, y después como carne de cañón para las guerras napoleónicas.

Según Tocqueville, la ausencia de una clase aristocrática al estilo de la británica, que propenda al acercamiento entre los diversos sectores en un ambiente de equilibrio y concordia nacional, lejos de favorecer la libertad es más bien una puerta abierta al poder total de un tirano o del populacho anarquizado. Al respecto dice que “…entre todas las sociedades del mundo, las que mayor dificultad tendrán de librarse por mucho tiempo del gobierno absoluto serán precisamente aquellas sociedades en que la aristocracia haya dejado de existir ahora y para siempre…” (Tocqueville, 1998: 80). Una aristocracia con conciencia de clase debe servir como factor de equilibrio entre el soberano y la mayoría de sus súbditos, y le corresponde no solamente encargarse de los asuntos públicos, sino también orientar la opinión. Una aristocracia lúcida y coherente “señala el tono a los escritores y da autoridad a las ideas”. Su responsabilidad también le exije comprender el movimiento general de la sociedad, y evaluar lo que ocurre en el espíritu de la gente, de modo de “prever lo que habrá de resultar”. (Tocqueville, 1998: 225, 227).

En lugar de asumir estas tareas, la aristocracia del Antiguo Régimen abandonó sus responsabilidades, se hizo complaciente y permisiva, y perdió de vista la crucial importancia de las teorías abstractas en materia política, teorías que pueden convertirse, como no se cansa de repetir Tocqueville, en agentes de desestabilización y sedición y dar al traste con los aparentemente más sólidos esquemas de control y dominación. Tocqueville manifiesta su asombro ante la ceguera con que las clases altas del Antiguo Régimen contribuyeron a su propia ruina, y atribuye el fenómeno, al menos en parte, a la ausencia de instituciones libres, realidad ésta que produjo una especie de paralización de los espíritus en el seno de las élites tradicionales, incapacitándolas para percibir adecuadamente hasta qué punto el mundo en que vivían se estaba transformando con respecto al que conocieron sus antepasados.

El rescate de la misión moderadora de la aristocracia, está acompañado en la obra por la subestimación que Tocqueville exhibe sobre las aptitudes de las masas para ejercer la democracia y gobernarse a sí mismas. El pueblo francés de la época no estaba preparado, de acuerdo con Tocqueville, para actuar por sus propios medios en una dirección constructiva, y por lo tanto “no podía emprender la reforma de todo a la vez sin antes destruirlo todo”. Tocqueville sostiene que “Cualquier príncipe absoluto habría sido un innovador menos peligroso”, pues los franceses en realidad no amaban la libertad sino que se limitaban “a odiar al amo”., y “Quien busca en la libertad otra cosa que no sea ella misma está hecho para servir”. (Tocqueville, 1998: 247-249).

Estas ideas básicas constituyen el preámbulo para la “medicina preventiva” que Tocqueville sugiere como necesaria para impedir un estallido revolucionario, a la manera del que sacudió a Francia a fines del siglo XVIII. Estos planteamientos son en esencia cinco, y tienen que ver con: a) la necesidad de hacer reformas a tiempo y adelantarse a los eventos; b) los peligros del paternalismo hacia el pueblo y la complacencia sobre el impacto desestabilizador de las ideas; c) la censura de las ideas sediciosas; d) la unidad entre las clases, y e) la necesidad de coherencia en el proceso de control social.

Acerca del primer punto, Tocqueville argumenta que a mediados del siglo XVIII la opinión pública francesa se hallaba en un estado de relativa calma, y luego de tanto tiempo sin conocer la libertad, la mayoría “había perdido el amor por ella y hasta la idea de la misma”. En tales circunstancias, si hubiese entonces existido al frente del Estado un príncipe ilustrado, “no dudo de que habría consumado en la sociedad y en el gobierno varios de los más grandes cambios que efectuó la Revolución, no sólo sin perder su corona sino acrecentando mucho su poder”.(Tocqueville, 1998: 245). Luis XV, aparentemente, escuchó consejos en la dirección de ejecutar reformas que se vislumbraban como necesarias, pero nada más.

Ahora bien, Tocqueville insiste en que el manejo de las reformas es un reto complejo que exige sutileza, y por encima de todo sentido de la oportunidad. Si las cosas se dejan avanzar demasiado, si el tiempo transcurre inmóvil y los cambios pasan de ser posibles medidas ilustradas para convertirse en demandas inmediatas, la posibilidad de una reforma preventiva se transforma en apresurada y desorganizada respuesta a la presión: “”Sólo un gran genio puede salvar a un príncipe que se propone aliviar el agobio de sus súbditos tras una larga opresión. El mal que se sufría con paciencia, como algo inevitable, se antoja insoportable en cuanto se concibe la idea de sustraerse a él”. (Tocqueville, 1998: 256). En estas páginas Tocqueville se expresa en un estilo parecido al de Maquiavelo en El príncipe, formulando sugerencias a un soberano imaginario desde la perspectiva de la sabiduría que concede el estudio cuidadoso de la historia.

Tocqueville critica duramente el paternalismo, la condescendencia y aparente compasión que las clases altas del Antiguo Régimen empezaron a exhibir hacia los menos privilegiados, acentuando de manera imprudente sus rencores y atizando las llamas de su reacción. Esta actitud por parte de las élites, dice el autor, se agudizó a medida que se acercaba el estallido de 1789: “Quienes más debían temer su cólera (la del oprimido, AR) conversaban en voz alta y frente a él de las crueles injusticias de que siempre había sido víctima; se mostraban unos a otros los espantosos vicios que encerraban las instituciones que más lo agobiaban, y empleaban su retórica para describir sus miserias y su mal remunerado trabajo: así lo colmaban de furor cuando trataban de socorrerlo…Todo ello equivalía a enardecer a cada hombre en particular con la relación de sus miserias, a mostrarle los culpables, a enardecerlo ante la vista de su reducido número y a penetrar hasta lo más recóndito de su corazón para despertar ahí la codicia, la envidia y el odio” (Tocqueville, 1998: 260, 265). Tocqueville, no obstante, no formula con la debida crudeza en su obra el dilema que enfrenta toda élite en un marco opresivo: si dicha élite se cierra por completo en el disfrute de sus privilegios, contribuye a intensificar el resentimiento de las masas; pero si procura aliviarlo, y en el camino —casi de modo inexorable— expresa sentimientos de comprensión y compasión por el estado de sus miserias, entonces promueve un todavía mayor rencor de parte de los que poco o nada tienen.

El autor advierte igualmente sobre la importancia que el manejo de las ideas tiene en la prevención de las revoluciones, aspecto que escapó del horizonte intelectual de la aristocracia del Antiguo Régimen, un grupo social que olvidó “que las teorías generales, una vez admitidas…llegan a transformarse en pasiones políticas y en actos”. En lugar de asumir una actitud prudente con relación a esta relevante cuestión, tales doctrinas eran vistas por la aristocracia como “juegos muy ingeniosos del espíritu: con gusto participaba en ellos por pasatiempo y gozaba tranquilamente de sus inmunidades y de sus privilegios, disertando con serenidad sobre lo absurdo de todas las costumbres establecidas”. (Tocqueville, 1998: 225).

En este orden de ideas, y como tercer elemento de su perspectiva sobre la contra revolución, Tocqueville no oculta su convicción sobre la necesidad de la censura, y cuestiona la forma en que el gobierno del Antiguo Régimen permitía “discutir muy libremente toda clase de teorías generales y abstractas en materia de religión, de filosofía, de moral e incluso de política (subrayado AR)”, tolerando de buen grado “que se ataquen los principios fundamentales sobre los que descansaba entonces la sociedad, e incluso el que se discuta al propio Dios…” (Tocqueville, 1998: 149). Es razonable conjeturar, al leer estos párrafos, que el Tocqueville que admiró la democracia norteamericana, y casi siempre asumió una postura favorable a la libertad, se dejó dominar en El Antiguo Régimen y la Revolución por sus sentimientos de horror ante la violencia, ruina material y desorden espiritual generados por el proceso revolucionario, y cedió parcialmente a su nostalgia por etapas pasadas que se le hacían menos turbulentas y propensas a la vida civilizada, aunque fuese la de unos pocos.

De manera un tanto contradictoria con sus críticas a la complacencia de las élites hacia las masas, Tocqueville reclama a los soberanos del Antiguo Régimen no haber procurado “acercar a las clases y unirlas, como no sea para someterlas a todas a la misma dependencia”. Paradójicamente, sólo Luis XVI procuró hacerlo, y terminó guillotinado. Dice el autor que “La división de las clases fue el crimen de la antigua realeza” (Tocqueville, 1998: 189-190), mas no se extiende en explicar de qué modo se hubiese podido lograr un acto de equilibrio que permitiese, a la vez, aplicar la censura y unir a las clases, o hacer reformas e impedir que se esparciesen las semillas de la sedición.

Tal vez un atisbo de respuesta se encuentre en el quinto planteamiento que realiza Tocqueville, y que tiene que ver con la necesidad de coherencia en el ejercicio del control social y la dominación política. En tal sentido, el autor comienza por indicar que el Antiguo Régimen no fue una época de total servidumbre y dependencia; en su opinión, reinaba entonces más libertad que la existente en el presente —cuando Tocqueville escribía a mediados del siglo XIX—, pero se trataba de una libertad “irregular e intermitente, siempre concentrada dentro del límite de las clases, siempre unida a la idea de excepción y de privilegio”, y por lo tanto arbitraria y sujeta a los caprichos de las autoridades. Además, el gobierno del Antiguo Régimen era benigno y apegado a las formas cuando se trataba “de hombres situados por encima del pueblo”, pero rudo y expedito cuando actuaba contra las clases bajas. Tocqueville repudia de manera particular “las formas que seguía la justicia criminal cuando se trataba del pueblo”, pero de inmediato señala que “si bien las formas eran tremendas, la pena casi siempre resultaba moderada. Se prefería asustar que hacer daño”. En resumen, el carácter del gobierno del Antiguo Régimen era el de “regla rígida y práctica blanda” (Tocqueville, 1998: 152, 269-270, 214, 201), y su inconsistencia no hizo sino estimular el odio mucho más allá de lo que lo habría logrado una práctica gubernamental predecible y coherente.

Si se evalúa en sus detalles la perspectiva contra-revolucionaria de Tocqueville, se observan dificultades y carencias que ponen de manifiesto la ambivalencia del autor hacia su tema de estudio. Ciertamente, la Revolución había degenerado en despotismo, y no dejaba de sorprender “El contraste entre la benignidad de las teorías y la violencia de los actos”; pero era también innegable que al menos en sus comienzos “el amor a la igualdad y la libertad comparten su corazón” (el de la Revolución, AR). (Tocqueville, 1998: 284, 278). De paso, el Antiguo Régimen tenía fallas y vicios inocultables; por ello las ambigüedades del autor al juzgarle, y a la Revolución misma. Lamentablemente, su proyecto de escribir otro libro, en el que aspiraba estudiar la nueva sociedad, distinguir en qué se parecía y en qué difería de la que la precedió, y evaluar “qué hemos perdido y qué ganado en este inmenso trastocamiento de las cosas”, (Tocqueville, 1998: 79) no pudo concretarse. Las vicisitudes de sus últimos años, y eventualmente la muerte, le impidieron cumplir con esa meta.

La lectura de El Antiguo Régimen y la Revolución sugiere que su autor fue motivado a escribirle a raíz de su hondo rechazo a las consecuencias del huracán revolucionario, así como por un genuino interés en entender qué causas hicieron posible el cataclismo histórico, y por qué las intenciones inicialmente nobles e idealistas de los individuos que le impulsaron acabaron por transformarse en opresión y despotismo.

Tocqueville procura ser justo con la Revolución en sus primeros tiempos, y con sus dos pasiones principales: “el odio violento e inextinguible a la desigualdad” y el anhelo de libertad. El autor se refiere a esas etapas iniciales, cuando “ambas pasiones son tan sinceras…se mezclan y se confunden inflamando el corazón entero de Francia”, y exalta el año crucial de 1789 como un “tiempo de inexperiencia, pero también de generosidad, de entusiasmo, de virilidad y de grandeza, tiempo para el recuerdo imperecedero…” (Tocqueville, 1998: 285-286).

Sin embargo, el fuego destructivo, el intento de cortar de raíz con el pasado despreciando el peso de la tradición, y la voluntad mesiánica dirigida por una ideología escatológica, llevan a Tocqueville a detectar, en los propios comienzos del proceso, las semillas que eventualmente germinarían en forma de dictadura popular y más tarde de tiranía personalista. En tal sentido, es claro que el autor piensa en la Revolución como preludio del despotismo, y en la libertad entonces proclamada como “desordenada y malsana”, una libertad anárquica que hacía a los franceses de ese momento decisivo “menos aptos quizá que ningún otro pueblo para fundar en su lugar el imperio apacible y libre de las leyes”. (Tocqueville, 1998: 202).

Difícilmente puede dudarse que Tocqueville entiende la Revolución, como una progresión hacia el despotismo (Wolin, 2001: 554). En ese orden de ideas, reviste interés constatar que para Tocqueville no sólo la Revolución, sino también el Antiguo Régimen arrojaron consecuencias no intencionales, entre ellas —en el caso del Antiguo Régimen— la Revolución misma, mediante una conducta miope de parte de las élites y un esfuerzo de modernización inconsistente e irritante, que suscitó menos apoyos que resistencias y terminó enardeciendo y radicalizando los espíritus.

El Antiguo Régimen y la Revolución deja en última instancia la impresión de ser una obra inconclusa, a pesar de que el autor la publicó como un libro acabado y a su vez como el primer avance hacia una historia de la Revolución en su desarrollo y efectos múltiples. Mas a pesar de ello la obra impacta al lector con los méritos que tantos le han reconocido, y que la colocan en lugar privilegiado en el terreno de la historia y la teoría políticas.

Referencias:

-Furet, François: Penser la Révolution française (Paris: Gallimard, 1978).

-Tocqueville, Alexis de: El Antiguo Régimen y la Revolución (México: Fondo de Cultura Económica, 1998).

-Wolin, Sheldon: Tocqueville Between Two Worlds (Princeton: Princeton University Press, 2001)

Editado por los Papeles del CREM.  Responsable de la edición: Raúl Ochoa Cuenca.

«Las opiniones aquí publicadas son responsabilidad absoluta de su autor».

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