Caramba. ¡Qué duro es vivir! Toda esta historia comenzó hace poco más de veinte años, en uno de esos puntos de inflexión que solemos tener todos, cuando uno decide saltar y no sabe precisamente qué puede esperarnos del otro lado. Y cuando uno se pregunta cuáles son las formas en que Dios manipula amorosamente nuestro destino, no caben dudas que ellas se traducen en la posibilidad de no perdernos, porque cuando más lo necesitamos encontramos su rostro en una amistad sana, duradera e incondicional que debe ser, sin duda, la mejor de las caras de ese Dios en el que todos confiamos.
En ese preciso momento nos encontramos en el único sitio donde eso podía ocurrir, en un aula de clases. Allí estaba todo él, elocuente, apasionado, empeñado, risueño, profundo y retador, dando una clase de la que se ufanaba haber perfeccionado en los últimos cuarenta años. No hubo cortejo de la amistad, comenzó de inmediato en la forma de un intercambio que fue creciendo en intensidad y diversidad. Es que yo había perdido toda mi biblioteca y eso a él le resulto francamente intolerable. Uno a uno fue regalándome los libros que él creía yo debía tener, y esa inmensa muestra de afecto fue reciprocada también en libros, música y muchas horas compartidas. Insisto, es muy duro vivir para tener que despedir de repente al que se ha metido en los tuétanos de tu cotidianidad, el primer invitado de mis celebraciones y la caja fuerte de mis miserias. Allí siempre estaba, disponible, cargando sus libros en una, dos o tres carteras, con el entusiasmo del día, y ese optimismo del cual él nunca dudaba.
El optimismo del que hacía gala no era otra cosa sino una profunda fe en el conocimiento. Muchas veces le oímos decir que “si esto funcionaba, no quedaba otra que quemar todos los libros de sociología y someternos”. Algunos lo miraban con sorna, pero otros muchos le compramos la apuesta, mientras el continuaba inconmovible con el argumento de la esperanza, sin importarle que a veces todo eso pareciera un imposible, o que los lapsos fueran tan largos como para hacerlo irrelevante. Muere cuando por todos lados se observan las grietas de un modelo condenado al derrumbe, tal y como él dijo que iba a ocurrir. Lo hubiéramos celebrado como el triunfo de la razón, como esa ratificación de que las certezas están en esos libros que recogen la experiencia de un mundo que no deja de recaudar argumentos que nos ratifican un final para el que no hay atajos ni eufemismos. Muere sabiendo que ganamos, pero que todavía había que pasar por taquilla para cobrar, y a ese trámite se dedicó con ese fervor que todos sus lectores y oyentes le agradecían con tanto cariño. Caminar con él por Caracas era sorprenderse con un carro que de repente se detenía para saludarlo y decirle que “muchas gracias profesor, me encantó lo que dijo…”. Su timidez allí se conmovía entre una sonrisa y un “gracias” lleno de esa humildad del catedrático que se sabía parte de las entrañas de la nación.
Caramba, que duro es vivir para saber que en adelante no habrá esa llamada que a cualquier hora hacía para recomendar un programa que ya iba a comenzar. Y es que así era él, encantado por poder compartir sus secretos, sus temas, sus gustos y sus programas. Con paciencia escuchaba mis afanes y dejaba colar sus consejos entre silencios reflexivos. Me vio terminar con bien ese salto que yo creía al vacío, y allí estuvo cuando me volví a enamorar, cuando me casé, cuando nacieron mis hijos, cuando murió mi padre, cuando terminé la tesis de maestría. Allí estuvo cuando comencé a dar clases, muchas de las cuales compartimos hasta el sol de hoy, cuando eso ya no es posible porque ya él no está y yo quedo solo con esa carga de mantener esa tensión que solamente él podía provocar en el salón. Pero sé su secreto, nada podía sustituir el amor por el conocimiento, había que lograr que la gente se enamorara del tema. Si eso se lograba, todo lo demás se podía dar por descontado.
Su corazón no pudo seguirle el ritmo a su coraje. Se sabía frágil, pero eso no hizo mella en el compromiso público de no rendirse nunca, de dar clases hasta el último día, de no ceder a la tentación del retiro. Así fue. Me parece oírlo decir “Doctor, hasta aquí llego yo, espero que tú sigas…” porque así era él, un estandarte del deber sazonado con pasión y compromiso, ese vínculo que le hacía pensar que de mantenerse nada era imposible. Me parece oírlo intentar una despedida imposible, con un “vamonós, hay que seguir pa´lante porque los países no se detienen en ese abrir constantemente las trochas hacia su futuro…”.
No encuentro todavía la forma de decir un adiós que es como cerrar un ciclo que él guió y delineó a su imagen y semejanza. No hay forma de transformarlo todavía en ese recuerdo sereno. No encuentro la trama de este relato, y mucho menos su conclusión. Es imposible, por ahora, que yo no siga invocándolo en cada una de mis clases con ese “como dice Cova…”. No encuentro en el alma un pretérito al que sin embargo tendremos que acostumbrarnos. Mientras tanto Dr. Cova, haré caso omiso a la realidad y seguiré intentando mantenerte asiduo, familiar y cercano como siempre fuiste en estos últimos veinte años, porque por ahora el adiós que me quieres imponer es francamente imposible.