por: Víctor Maldonado C.
¿Para qué sirve el gobierno? Para garantizar la libertad de los ciudadanos. Poder vivir, comer y hablar es lo mínimo indispensable para ejercer la autonomía, evitar la opresión de la dependencia y mantener abiertas suficientes opciones como para tener la oportunidad de decidir en cada caso. Esas condiciones colocan a los gobernantes en la necesidad de concentrar todos sus esfuerzos en mantener vigentes derechos y garantías constitucionales, incluso cuando ellas contravienen las ganas y deseos de los mandatarios. Para ser libres hay que contar con una indisposición acerva contra la tiranía, aun si ella nos conviene, pero también hay que contar con normas y reglas claras y estables. Si el gobierno va más allá, todo el espacio del que se apropia lo pierde el individuo y la libertad que se merece. Más Estado es siempre menos garantías para el ejercicio autónomo de la vida.
Iguales ante la ley es el apotegma que fundamenta el ejercicio de las libertades. En ausencia de esa precaución no hay posibilidad alguna de que el individuo se realice fructuosamente sin que al mismo tiempo corra el peligro de toparse, a veces mortalmente, con la opresión. Igualdad de trato es el signo de la democracia, y aunque algunos sientan que tienen merecimientos suficientes como para exigir un poquito más que el resto, hay ciertos imperativos morales que diferencian a una verdadera democracia de cualquier otra mascarada. El pudor se impone a la hora de administrar los recursos escasos en beneficio de la colectividad y debería impedir que cualquier desviación por preferencias beneficie a un grupo en particular en desmedro del resto del país.
El país no es el patrimonio del presidente y de sus necesidades. Pero el poder ejercido con esa pretensión de absolutismo nos coloca al resto del país como espectadores y víctimas de un sistema de exclusión en el que sobra cualquier justificación. La mayoría del país no tiene acceso igualitario a lo público. La mayoría del país está sometida a las restricciones legales que se ejercen con ferocidad cuando se trata de marcar las diferencias entre los que son leales al régimen y el resto. Para los revolucionarios la ley es sólo una referencia lejana, en tanto que para la disidencia democrática resulta un calvario de indefiniciones y excusas que imposibilitan la buena vida que nos promete el pacto constitucional. A nosotros, la ley. A ellos, el disfrute del compadrazgo y el reconocimiento hiperbólico y falsario de supuestas épicas. Así lo remarcó el presidente Chávez cuando en flagrante irrespeto de su propio presupuesto, dilucidó en vivo y en directo cuánto debía ser el aumento retroactivo que quería otorgar a sus fuerzas armadas. Allí exhibió todo el talante autoritario que lo caracteriza al otorgarles la gracia de un 50% de incremento, para colmo retroactivo. Pero allí no quedó la gracia. Además, preferencias para la compra de viviendas y vehículos, ahora sin inicial, que se suman a la extraña distinción que coloca las necesidades de los soldados por encima de cientos de miles de damnificados que viven sin presente ni futuro. Lo más vergonzoso fue que ante ese anunció no se observó ni una mala cara en todo el auditorio. En cambio, los aplausos fueron la demostración de cuanta complacencia puede llegar a provocar la dádiva que se otorga a cambio del bozal, sin importar cuanto haya invertido el país en formar un estamento militar desprendido, nacionalista, digno y capaz de discernir entre una buena decisión y una mala, entre una injusta y otra más justa. Todo transcurrió con la debida respuesta de “mande Ud. comandante en jefe”. Exactamente eso fue lo que ocurrió. Mandó un mensaje claro sobre quiénes son los privilegiados y los que deberán esperar mejores oportunidades. Baste decir que el resto del 33% de la población activa que trabaja para el gobierno debe haberse visto asombrada al comparar intuitivamente sus miserias con la exquisitez de contar con dinero y crédito demasiado blando como para poder extenderlo al resto.
A pesar que como todo régimen socialista, el énfasis es precisamente la igualdad, pronto el exceso autoritario y la necesidad de comprar conciencias provoca una extraña forma de igualdad que solo favorece a unos pocos. El resto del país, empero, está esperando alguna señal de reactivación del gobierno que proceda a desentenderse de los caprichos presidenciales para organizar una estrategia que vaya más allá de esta resignación que nos tiene a todos bailando al son de la inflación y la escasez. Este gobierno, si quiere llegar a ser el de todos los venezolanos, debe abandonar esas conductas de claqué y nomenclatura, para asumir la responsabilidad, por doce años postergada, de resolver problemas acuciantes que amenazan con desplomar cualquier asomo de modernidad que hayamos tenido alguna vez. Y olvidarse de una vez por todas, de ese reducto tan pequeño y poco útil que cabe en un auditorio y que se dedica a la fútil actividad del aplauso fácil pero previamente tarifado. Con ellos no vamos para ningún lado.
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exelente analisis.