La historia de occidente está llena de exaltaciones al miedo como mecanismo de control y movilización política. Baste simplemente pensar cómo se elaboró una imagen del maligno en la que no se ahorró ningún atributo para hacerlo tenebroso, e inspirar la corrección religiosa que predicaban desde la iglesia católica. No fue el único.
Relatos escalofriantes que involucraban la supuesta maldad de ciertas razas, la guerra de propaganda y sugestión entre católicos y masones en el siglo XIX, o la demonización del comunismo en las sociedades capitalistas y viceversa, son muestras de que el miedo, ese sentimiento primario, es una herramienta de uso común a la hora de alinear conductas y movilizar a las masas contra sus supuestos enemigos. El miedo se transforma rápidamente en odio y en necesidad de exterminar ese mal que perturba y trastorna la cotidianidad, si así lo deciden los líderes y son capaces de “demostrar” su necesidad ideológicamente. El miedo siempre es un predicado que se usa para abatir una conducta inapropiada.
Chávez es un experto en hacernos ver como el objeto corpóreo de los miedos de la patria. A veces como capitalistas e imperialistas, y otras como la vanguardia de un pasado que él ha prometido exterminar, lo cierto es que a los ojos de los seguidores del socialismo del siglo XXI somos nosotros la amenaza constante, la diferencia entre tener y no tener, entre ser y no ser, entre estar empoderados y volver al basurero de la historia. Nosotros, las mayorías democráticas, somos el terror de las fuerzas armadas, que advierten incansablemente que no volveremos, mientras ellos se recluyen en la repetición constante de las mismas proclamas de amor a su líder y de promesas de lealtad que pisotean nuestra constitución cada vez que se pronuncian. Chávez nos lleva una morena en eso de usarnos como “el coco” social, y por eso, todo aquel que tiene algo que perder en esta rebatiña rentista, se las piensa antes de traicionar el líder y cometer el pecado de pensar en una alternativa.
En tanto, nosotros, por razones de pudor, decencia y necedad, nos hemos abstenidos de hacer la contrarréplica. Ellos son la causa de nuestros miedos. Y bien podríamos hacer un inventario exhaustivo de todas las razones que tenemos para temer la continuidad del régimen. Chávez es el saldo de su gobierno. Y su gobierno es el resultado de un entramado de impunidad y desaciertos que han provocado cientos de miles de homicidios, un endeudamiento que ahora todo el mundo ve como peligrosamente comprometedor de la verdadera soberanía del país, una inflación que nos roba todos los días los magros frutos de nuestra productividad, y el desplome inminente de los servicios públicos. ¿Acaso alguien puede imaginarse una salida gananciosa de esta forma de hacer gobierno? ¿No es francamente estremecedor que todo el mundo coincida en los atributos que vamos acumulando como estado forajido, asociado a las peores formas de delincuencia organizada? ¿No parece terrible que haya presos políticos y que la justicia penda de las ganas presidenciales? ¿No produce grima que nuestros aliados sean los enemigos del mundo libre? ¿No resulta escalofriante que el gobierno siga acumulando armas de guerra, cuando sus aliados terminan por usarla contra sus propios pueblos?
El miedo, esa emoción que no necesita definiciones, es un buen instrumento en las manos del líder que se atreva a usarlo, pero no provoca resultados automáticos. No es cierto que el miedo provoque esa conducta racional de venganza encubierta que algunos intuyen detrás de los que no quieren decir o definir por quienes van a votar. Sobre todo si no aprecian del otro lado una clara opción de reivindicación y de victoria. Por esas razones Chávez insiste en que vamos a perder, y deja colar esa descomunal mentira sobre la violación del secreto del voto. Ninguna de las dos afirmaciones es cierta, pero son verosímiles. Y las hace más realistas cuando utiliza como artillería a voceros que nos resultan confiables, como algunos encuestadores devenidos en vedettes, y algunos grupos fundamentalistas, expertos en teorías de la conspiración, cuyo único objeto es demostrar que la opción electoral está viciada y por eso es inútil transitarla.
Dejar de ser el objeto social del miedo es parte del reto democrático que tenemos por delante. Exige solidaridad, disciplina, coraje y capacidad para contra argumentar. Requiere credibilidad y la creación de una nueva narrativa en la que se inviertan los papeles. Aquí es Chávez la causa de los males sociales y el mejor dique para evitar el progreso y la prosperidad nacional. Pero hay que decirlo con claridad, sin confundirnos de sujeto: Chávez no es sino un hombre, cada vez más solitario. Los demás somos la patria que merece reconciliación, paz y progreso.
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