Los recuerdos se alejan para darle paso a un presente que se renueva todas las mañanas con ese primer abrazo que sella nuestra alianza de incondicionalidad. Pero hay ocasiones en la que muchos de nuestros mejores momentos se presentan como invocaciones de una memoria que está condenada irrevocablemente a ser compartida. Antes que tú solo existía esa pasión amorosa que mil veces ha prometido ser eterna. Tu madre ha sido siempre conmoción y orden primordial. Fue capaz de darle sentido a toda mi vida con la benevolencia de los que se resignan orgullosamente a cumplir todo el guión de su propio destino. Ambos hemos sido curados de nuestras muchas heridas y sigue siendo el perdón la razón más inequívoca para enfrentar el futuro. Somos la cara y el sello de una única moneda que se lanza al aire para probar suerte.
Antes que tú, hubo amor, esperanza y una inmensa confianza. Pero llegaste aquel 24 de abril que nos hizo sentir como propia toda la trama de un José buscando donde refugiarse en aquel Belén que le resultaba tan hostil. Tú llegada era inminente y la clínica estaba a miles de bolívares que no teníamos. Cosas de la fortuna, pedí con mi mejor talante un adelanto de una consultoría que se tardaban en pagar y juntos, tu madre, la barriga y yo salimos corriendo a un banco. Cobramos…
Llegaste y yo, al parecer no entendía nada. Me conmueve aun el saber que mi padre estuvo tan pendiente de contarte los deditos como si toda la normalidad del mundo fueran esas diez masitas que se insinuaban en tu cuerpo. Eso y que mi mujer había salido airosa. Yo imaginé ser un león que debía garantizar la tranquilidad de la hembra y su cría. Les dije que se fueran, y te cuento que esa mirada comprensiva e incrédula que ellos cruzaron conmigo todavía me duele. Pero así son los padres primerizos, torpes y brutales. No brindé. No hubo tabacos ni escoses. Toda esa revolución era interna, intentando atinar qué hacer ahora que ya no éramos dos sino tres. Por alguna razón llegaste tú y se alejó el trabajo. Al parecer algún planeta estaba tercamente retrógrado, pero aprendimos que todo pasa, hasta las peores oscuridades.
Tuviste la suerte de conocer a mi padre. Y de contar con tres abuelos que te han visto crecer. Yo sabía, algo en mi corazón me decía que aquella iba a ser la última foto. Y quería lograr esa composición que comenzaba con él y terminaba contigo, para aspirar a esa prolongación que evita el dolor de la desaparición definitiva. Veo la foto y pienso que nada se pierde porque todo se transforma. Tú eres ese futuro de todo nuestro pasado. Y cruzo los dedos…
Muchas noches me levanté silencioso para oírte respirar. La vida es siempre un milagro que regocija, y a los padres nos toca administrar el pánico de una desaparición. Yo quiero cerrar de último los ojos, pero también quiero que cuando eso ocurra estés allí, inmenso, dándome sombra y prometiéndome el recuerdo y la narración. Quiero ser para ti legado y algo bonito que puedas contar a los que vayas queriendo.
Menos mal que existe tu mamá o todos seríamos menos gente. Siempre me ha sorprendido la forma como se construyen los hábitos. Ese milagro de comer, lavarte la cara, cepillarte los dientes y estudiar, es labor de cincel en las manos de tu mejor escultora. Yo en tanto, callo y me fascino de ese tallado constante en tu carácter. Mi suegra fue la inventora del «secretico» ese tetero recargado de azúcar que fue tu primera complicidad. Y mi, mamá sometida a ti desde el primer día, en la filigrana de una cotidianidad que se transforma en lonchera y complacencia. Tu otro abuelo, ese compañero de juergas y juegos que te intoxicó de risas y buenos ratos. Y tu «tía loca», la maga de las inyecciones que no duelen, la constancia de las vacunas y ese puente para saber cómo está en cada momento su corazón. Al parecer eres mi mejor cara, cosa que te agradezco. Eres tantos episodios, todos tan bellos que se complica mi alma al intentar conjugarlos hoy en día. En todo caso, llevarte hasta aquí es el resultado de toda una tribu, como suele repetir José Antonio Marina.
Estoy atento a tu transcurrir. Estoy aquí conteniendo una lágrima al presentir que tarde o temprano se te romperá el corazón en el mismo momento en que el amor haga su entrada triunfal. Allí estaremos para lamerte esas heridas y pedirte que no te rindas, que nosotros creemos que estas condenado a ser radiante y luminoso como el sol de nuestros mediodías. Yo, en tanto, seguiré tratando de honrar la única promesa en la que me he empeñado todos y cada uno de los días de los últimos doce años, en dejarte un país lleno de razones para vivirlo en libertad. Mientras eso ocurre, vive hijo mío, vive, lucha y espera como lo han hecho doscientos años de venezolanos antes que tú. Y que Dios te bendiga.
Víctor Maldonado C
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