Por José Rodríguez Iturbe
Cuando José Ortega y Gasset recogió en España Invertebrada, en 1921, algunas de sus crónicas de prensa madrileña, publicadas en el diario El Sol, el libro tuvo notable repercusión. Ortega calificó entonces al particularismo como el más profundo y grave defecto de la realidad española del momento. Ese particularismo resultaba, así, opuesto al universalismo, en cuanto rasgo distintivo de la identidad colectiva y nacional, visto en sentido negativo. Ortega considera que toda reflexión sobre la sociedad y la historia debe estar guiada por el principio Eadem sed aliter [Lo mismo, pero de otra manera, en el sentido de la eterna repetición de lo mismo]. Ortega daba la impresión de estar influenciado por el pensamiento de Arthur Schopenhauer, tanto en El mundo como voluntad y representación, como en Parerga y Paralipómena1. Parecía reflejar la opinión de que en el devenir social y político de los pueblos se refleja no sólo la imperfección humana sino la distorsión moral e intelectual2. En Schopenhauer como en Ortega tal perspectiva de la historia corría el riesgo de impedir la superación de los defectos captados en el análisis, mientras, paralelamente se manifestaba un anhelo estético de verdad entendida como belleza.
Ortega divide España invertebrada en dos partes. La primera, Particularismo y acción directa, era un diagnóstico político de la España del momento. La segunda, La ausencia de los mejores, constituye un intento de revisión de la elipse histórica de España en base a la dicotomía minoría/masa o élites/mayorías. El defecto constitutivo de la España vista críticamente por Ortega era, según él, el rechazo de las élites por parte de las mayorías.
Presenta al comienzo reflexiones, llenas de alabanza, sobre la Historia de Roma de Theodor Mommsen [1817-1903]3, y, partiendo de ellas, pasa a las consideraciones generales sobre la Nación, para, luego, seguir, ya directamente, a sus reflexiones sobre la historia de España. Para Ortega la Nación es un sistema de incorporación que supone la formación de un pueblo por aquella que denomina la dilatación del núcleo inicial. Las grandes naciones poseen, según él, un talento nacionalizador que las distingue. Éste se expresa en un saber querer y un saber mandar. En su opinión la historia enseña que la integración nacional requiere una fuerza militar, en función de un proyecto de vida en común. La incorporación explica el proceso paulatino de formación de las naciones.
1 Cfr. SCHOPENHAUER, Arthur [1788-1860], El Mundo como voluntad y representación [Die Welt als Wille und Vorstellung, 1ª. edición Brochaus, Leipzig, 1819], 2 vol., (Traducción, Introducción y Notas de Pilar LÓPEZ DE SANTAMARÍA), Trotta, Madrid, 2009. La primera edición resultó un fracaso editorial. El editor la remató como papel usado. La obra tuvo reconocimiento sólo después de 1851 con la edición de Parerga y Paralipómena (2 vol. [Traducción, Introducción y Notas de Pilar LÓPEZ DE SANTAMARÍA], Trotta, Madrid, 2006 y 2009), en cuyos ensayos filosóficos está el desarrollo de las ideas de la obra inicial de su autor
2 También en esto parece reflejar la influencia de Schopenhauer, quien expresa tales conceptos en su obra póstuma Senilia. Cfr. SCHOPENHAUER, Arthur [1788-1860], Senilia. Gedanken im Alter [Senilia. Reflexiones de un anciano (Traducción de Roberto BERNET), Herder, Barcelona, 2010].
3 Cfr. MOMMSEN, Theodor {1817-1903], Historia de Roma (2 vol.), (Traducción de Alejo GARCÍA MORENO [1842-1913]) Aguilar, Madrid, 1956..
Respecto a España, Ortega señala que, históricamente hablando, Castilla fue el agente totalizador que impulsó la unidad con un proyecto imperial. Considera que mientras España tuvo Empresas (grandes proyectos históricos acompañados de expansión) su unidad pudo mantenerse. Para el momento en que escribe (década de los 20 del siglo XX) España es una serie de compartimentos estancos. Por eso, los separatismos no son tumores inesperados, sino manifestaciones de una realidad política.
El pueblo español, según Ortega, había sufrido históricamente una perversión de sus afectos, que le llevaba al desprecio y al rechazo de las minorías selectas, de las élites. Una sociedad así resulta, desde su perspectiva, una sociedad enferma y condenada a la autodisolución por su rechazo de un imperativo de biología histórica y social: que todo organismo comunitario debe tener una minoría que dirige y una masa (mayoría) dirigida.
Para Ortega el particularismo no es la causa de la desintegración, sino la aristofobia (fobia a la aristocracia del espíritu, rechazo de las élites), que es la grave enfermedad que aqueja al cuerpo social español. En su criterio, una sociedad sana es la que supera esa patología y se rige vitalmente por la ejemplaridad y la docilidad (ejemplaridad por quienes dirigen; docilidad en seguir el recto ejemplo de quienes adecuadamente dirigen).
Ortega escribe en la década que terminaría en la crisis de la monarquía y en la proclamación de la II República española. “Con el Desastre del 98 —escribe Pío Moa— terminó prácticamente el siglo XIX en España, tiempo de agitado marasmo, valga el oxímoron, excepto sus últimos 25 años”4. Entonces “se construyó un ambiente derrotista y tenebroso, de crítica sin concesiones al régimen que había librado al país de las epilepsias de antaño” [Se refiere a la Restauración que tuvo como político eje a Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897)]. Y ejemplifica: Joaquín Costa, jefe de “un movimiento difuso pero influyente” llamado el regeneracionismo, dijo que España estaba gobernada por una “necrocracia” de oligarcas y caciques. Pedía un “cirujano de hierro” para imponer su regeneración. José Ortega y Gasset calificó, con no pequeña injusticia, a Cánovas de “gran corruptor […] profesor de corrupción”. Miguel de Unamuno y Manuel Azaña no pedían reformas razonables sino, simplistamente, la muerte de la Restauración5. El desdén a las glorias de España se hizo, postura muy extendida. “No era del todo nuevo. Castelar, político republicano y no el más torpe, había descrito el Imperio español como “un abominable e inmenso sudario que se extendía sobre el planeta”. Después del 98 esos exabruptos “formaron un nutrido coro”. Frente a él Menéndez Pelayo denunció “el lento suicidio de un pueblo engañado por gárrulos sofistas….”6.
Después de la derrota militar y el despojo territorial con la Guerra Hispano-Norteamericana de 1898 (pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas) los escenarios bélicos del Norte Africano y las trágicas convulsiones internas habían marcado el inicio del siglo XX español. El 12 de noviembre de 1912 los anarquistas habían asesinado al Primer Ministro José Canalejas y Méndez. España Invertebrada se publicó en 1921. Ese año el Presidente del Gobierno, Eduardo Dato Iradier, fue asesinado por balas anarquistas. Ese mismo año, el 21 de julio y en los días subsiguientes España sufrió una de las peores tragedias de su historia militar: el desastre de Annual, donde los rebeldes de Abd-el-Krim ocasionaron al Ejército español 10.000 bajas (ente fuerzas propiamente españolas y fuerzas auxiliares marroquíes), incluido el Comandante General de Melilla, General Manuel Fernández Silvestre.
4 MOA, Pío [1948], Nueva Historia de España. De la II Guerra Púnica al Siglo XXI, La Esfera de los Libros, Madrid, 2010, p. 747
5 Ibídem, pp. 748-749.
6 Ibídem, pp. 749-750.
“Lo que la gente piensa y dice —la opinión pública— es siempre respetable, pero casi nunca expresa con rigor sus verdaderos sentimientos. La queja del enfermo no es el nombre de su enfermedad. El cardíaco suele quejarse de todo su cuerpo menos de su viscera cordial. A lo mejor nos duele la cabeza, y lo que tienen que curarnos es el hígado. Medicina y política, cuanto mejores son, más se parecen al método Ollendorf”7. La fina ironía orteguiana señala con claridad lo que desea. Ortega se refiere a Heinrich Gottfried Ollendorf [1803-1865], un alemán gramático, lingüista y profesor de idiomas, quien inventó un método para el aprendizaje de idiomas que le hizo famoso. El método se introdujo en España, con gramáticas de francés, inglés, italiano y alemán entre 1851 y 1854. Era un método que incluía preguntas y respuestas sin que las últimas tuvieran mucho (o nada) que ver con las primeras.
Se refiere Ortega a la mutua ignorancia entre el país político y el país real, carente de unidad pues cada estamento está sumergido en el cuidado de sus propios intereses. Esa especie de ezquizofrenia multiplicada según los estamentos lleva a que no existe posibilidad de una empresa común: cada grupo busca lo suyo en una forzada y enfermiza negación del resto. La mutua ignorancia entre el país político y el país nacional (para decirlo con fraseología más o menos extendida para referirse al país real) genera una dramática distorsión. En efecto, si los que se ocupan de la cosa pública en teoría, se olvidan del público y de lo que atañe a su interés, en la práctica, eso sólo puede concluir en un delta de mutuas ignorancias nutrido por el mutuo desprecio. Las fallas de tal mundo político degradado sólo contribuyen al desprecio de la política y de los políticos. El antipoliticismo que nutre el aburguesamiento criticado por Ortega, está, sin embargo, apuntalado por una visión tan negativa de lo público y de sus hipotéticos servidores que únicamente alienta una especie de sálvese quien pueda, que parece inspirar un individualismo radical, que lleva a la negación apriorística de cualquier empresa comunitaria, o a una visión estamental de exclusas, que hace prácticamente imposible la cooperación armónica entre distintos sectores sociales, y facilita, por el contrario, el enfrentamiento entre ellos, ya sea buscando la defensa de sus propios intereses, ya procurando imponerse hegemónicamente a los demás. “Se dice —escribe Ortega— que los políticos no se preocupan por el resto del país. Esto, que es verdad, es, sin embargo, injusto porque parece atribuir exclusivamente a los políticos pareja despreocupación. La verdad es que si para los políticos no existe el resto del país, para el resto del país existen mucho menos los políticos. Y ¿qué acontece dentro de ese resto no político de la nación? ¿Es que el militar se preocupa de la industria, del intelectual, del agricultor, del obrero? Y lo mismo debe decirse del aristócrata, del industrial o del obrero respecto a las demás clases sociales. Vive cada gremio herméticamente cerrado dentro de sí mismo. No siente la menor curiosidad por lo que acaece en el recinto de los demás. Ruedan los unos sobre los otros como orbes estelares que se ignoran mutuamente. Polarizado cada cual en sus tópicos gremiales, no tiene ni noticia de los que rigen el alma del grupo vecino. Ideas, emociones, valores creados dentro de un núcleo profesional o de una clase, no trascienden lo más mínimo a los restantes. El esfuerzo titánico que se ejerce en un punto del volumen social no es transmitido, ni obtiene repercusión unos metros más allá, y muere donde nace. Difícil será imaginar una sociedad menos elástica que la nuestra; es decir, difícil será imaginar un conglomerado humano que sea menos una sociedad. Podemos decir de toda España lo que Calderón decía de Madrid en una de sus comedias: ‘Está una pared aquí / de la otra más distante / que Valladolid de Gante’8.
7 ORTEGA Y GASSSET, José [1883-1955], España Invertebrada [1921], Espasa, Madrid, 1999, p. 37.
Por tanto, para Ortega, el riesgo de la sociedad española que intenta analizar no era otro que dejar de ser tal. Se hablaba de inmoralidad pública. Ortega va más a la raíz. No se trata tanto de tener una enfermedad como de ser la enfermedad misma. Si lo patológico alcanza la entidad misma de lo hispano, el mal que describe llega a ser, desde su visión crítica, algo que afecta a la propia posibilidad de ser. “La enfermedad española es, por malaventura, más grave que la susodicha ‘inmoralidad pública’. Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es mucho más grave.
Pues bien: éste es nuestro caso. La sociedad española se está disociando desde hace largo tiempo porque tiene infeccionada la raíz misma de la actividad socializadora”. Que una sociedad no sea una sociedad, eso era lo grave. La pérdida de la conciencia de comunidad. Perdido el sentido del fin social, es cuestionable tanto el principio de autoridad como el orden normativo. Convertir la multitud en República suponía, según Ortega no tanto la masificación cuanto la recuperación de la clara conciencia de la naturaleza social de la persona humana, que llevaba al reconocimiento objetivo de méritos y deméritos, de dirigentes y dirigidos, de élites y de gente del común. La sociedad, para él, no es una mera yuxtaposición de individualidades. La sociedad humana no es un rebaño de hombres. Se requiere el sentido de empresa común que da el fin social o bien común, que nutre de continuidad la necesaria urdimbre institucional de toda sociedad, que justifica el principio de autoridad, que explica la razón del ser del orden normativo que rige para todos. Tiene que haber quien dirija y quien sea dirigido. Y si esa verdad elemental y objetiva no es de clara percepción estamos ante un caso de miopía social que es más grave en cuanto afecta a quienes deberían dirigir, aunque afecte también a los que deben ser dirigidos.
La situación que sigue describiendo Ortega refleja un panorama próximo a la disolución social. “El hecho primario social ——dice— no es la mera reunión de unos cuantos hombres, sino la articulación que en ese ayuntamiento se produce inmediatamente. El hecho primario social es la organización en dirigidos y directores de un montón humano. Esto supone en unos, cierta capacidad para dirigir; en otros, cierta facilidad íntima para dejarse dirigir. En suma, donde no hay una minoría que actúa sobre una masa colectiva y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya. Pues bien, en España vivimos hoy entregados al imperio de las masas. Los miopes no lo creen así porque, en efecto, no ven los motines en las calles ni asaltos a los Bancos y Ministerios”. La inseguridad rampante era no sólo motivada por los desniveles sociales, sino que, también, lo era por la incapacidad gubernamental para, con una guerra exterior (África), poder mantener la paz interior y la coherencia mínima para enfrentar
8 ORTEGA Y GASSET, José [1883-1955], España Invertebrada, cit., p. 44.
unitariamente el conflicto afuera con solidez adentro. Pero no era así. Se hablaba de revolución y se alentaba a ella con tal ligereza en las palabras y en los hechos que la tragedia se hizo habitual y el recurso al terrorismo (sobre todo por los anarquistas) resultó un instrumento de lucha que terminó por ser un fenómeno que, si no dejaba insensible a la opinión, si la acostumbraba a considerar habitual lo más tremendamente patológico. Lo que Ortega describe es, ni más ni menos, una situación pre-revolucionaria. El stand by en la crisis desembocó finalmente en la insurrección fracasada de 1934, dirigida por el PSOE, y, luego, en la Guerra Civil de 1936 a 1939. Todo llevaba al caos. Los peores eran más que los mejores, e imponían el ritmo de los acontecimientos. Pedir en el desorden un orden político era casi una contradictio in terminis. Aunque denunciar la situación era la mejor forma de clamar por la necesidad impostergable de un orden. En efecto, la organización política era, paradójicamente, pre-condición de cualquier solución aunque resultaba, a todas vistas, la víctima más evidente de la extinción de la institucionalidad. “Pero esa revolución callejera —continúa Ortega— significaría sólo el aspecto político que toma, a veces, el imperio de una masa social determinada: la proletaria [….] Dondequiera asistimos al deprimente espectáculo de que los peores, que son los más, se revuelven frenéticamente contra los mejores. ¿Cómo va a haber organización en la política española, si no la hay ni siquiera en las conversaciones? España se arrastra invertebrada, no ya en su política, sino, lo que es más hondo y sustantivo que la política, en la convivencia social misma. De esta manera no podrá funcionar mecanismo alguno de los que integran la máquina pública. Hoy se parará una institución, mañana otra, hasta que sobrevenga el definitivo colapso histórico”. El colapso, pues, estaba ya incubado. Y el contumaz rechazo de los mejores, la aversión visceral a las élites, en lugar de atenuar la áspera situación o corregir el rumbo ya torcido de la colectividad nacional, hacia más profundas sus dolencias y aceleraba el paso hacia el abismo de la confrontación fratricida. El realismo orteguiano era un realismo negativo, porque no presentaba salidas. Si la situación era tal como la describía, todo llamaba al desastre. “No habrá —dijo— ruta posible para salir de tal situación, porque negándose la masa a lo que es su biológica misión, esto es, a seguir a los mejores, no aceptará ni escuchará las opiniones de éstos, y sólo triunfará en el ambiente colectivo las opiniones de la masa, siempre inconexas, desacertadas y pueriles”9. La masificación resultaba a sus ojos la negación de la excelencia y con ella una especie de auto-condena no ya a la mediocridad, sino a la pérdida de la entidad histórica. No existía la posibilidad de superación de la demagogia como alabanza de lo que constituía justamente la fuente misma de la enfermedad social que describía.
El rechazo de las élites suponía en Ortega un desalentado constatar que en su país había un acomplejado rechazo de la excelencia, como si la nivelación por abajo pudiese, por ella misma generar la armonía social. Era, según su perspectiva, un anhelo igualitario que, más que deseo sincero de justicia, afloraba al existir social muchos sentimientos de envidia, rencor y detestación por la simple consideración de la existencia de determinadas virtudes en el otro. La masificación de defectos tales como considerar ofensa propia la virtud o el mérito ajeno hacían cada vez más irrespirable el ambiente comunitario. Porque, en efecto, el falso igualitarismo como remedo de la igualdad, unido a la ruindad, tal como aparece descrita por Ortega, supone una grave enfermedad en la affectio societatis y el riesgo de su crisis letal. Así, la crisis de la conciencia moral provoca la crisis de la conciencia social y política. “Si ahora tornamos los ojos a la realidad española, —son las palabras de Ortega— fácilmente descubriremos en ella un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de tales valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta todo hombre ejemplar, o, cuando menos está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios”10. La sociedad de masas impide, así, la conversión de la multitud en República. No es, no, la dictadura de la mayoría, sino la puerta abierta a la dictadura de las minorías. De una minoría sin valores que asentará su poder sobre su capacidad para masificar sin principios, para rechazar toda presencia de élites, para imponer su bajo tono humano, que supone un bajo tono moral, social y político.
9 Ibídem, pp. 57-58.
No es por eso extraño, según Ortega, que la vulgaridad más chocante intente hacerse pasar como requisito necesario de lo popular. Con ello no se eleva al pueblo; por el contrario, se le desprecia, considerándosele incapaz de buscar superarse siguiendo la ejemplaridad. Ortega no parte de una visión clasista. Fue un liberal, no un marxista. Los defectos que señala se han convertido, en su opinión, en una pandemia social justamente porque han atenazado los espíritus de todos los estamentos sociales. Y ese atenazamiento se ha hecho evidente en los sectores económicamente más poderosos y social y políticamente más influyentes. La degradación moral y política se difunde desde arriba. No es el ejemplo de los menesterosos el que genera paradigmas de comportamiento social.
Por el contrario, es la conducta, recta o torcida, buena o mala, de los ubicados en el pináculo de la jerarquía social el que se difunde por su generación de patrones de conducta. El aburguesamiento descrito por Ortega es, más que una referencia social material, una condición de los espíritus. Por eso, en La rebelión de las masas [1937], llegará Ortega a decir claramente que él tiene una concepción aristocrática de la historia, pero subrayando que para él la aristocracia no es ese grupo reducido “que se llama a sí mismo sociedad, y que vive de invitarse o no invitarse”11. El aristocratismo orteguiano más que a distinción por sangre o posición hace referencia a actitud y condición del espíritu. Para Ortega no hay distinción de clases sino distinción de personas. Así, su dicotomía se refleja en la distinción entre el hombre-ejemplar y el hombre-masa. El hombre-ejemplar es la minoría selecta que siempre genera el paradigma de conducta y presenta la empresa histórica a la cual debe sumar sus esfuerzos ciudadanos el hombre común. El hombre-masa no es sólo el hombre común: es aquel que se siente igual que los demás y que no busca distinguirse por nada, porque su comodidad espiritual, su aburguesamiento interior, lo confina en una existencia mediocre para no complicarse la vida. Si el hombre-masa logra imponerse y aniquilar, neutralizar o excluir al hombre-ejemplar, el destino histórico de un pueblo está en entredicho. Porque se hará volátil la empresa común, el fin social que le da sentido de comunidad y otorga sentido al principio de autoridad y al orden normativo. El dominio del hombre-masa es la condena de la sociedad a la carencia de la minoría selecta.
Hombre-ejemplar puede haber en cualquier estamento social. Hombre-masa, también. Es el temple espiritual y la actitud ante la vida la que distingue a las personas. Sin el temple interior de rechazar el abandono moral es imposible buscar, de veras, la superación de los defectos personales y sociales. “En España —dice Ortega— ha llegado a triunfar en absoluto el más chabacano aburguesamiento. Lo mismo en las clases más elevadas que en las ínfimas rigen indiscutidas e indiscutibles normas de una atroz trivialidad, de un devastador filisteísmo. Es curioso presenciar cómo en todo instante y ocasión la masa de los torpes aplasta cualquier intento de mayor fineza”12. La falsa homogeneidad del falso igualitarismo podía producir que la fragilidad de la institucionalidad democrática hiciese aguas. La primera condición para superar la situación de crisis era tener conciencia de ella. La visión elitista de la política, en el sentido de pensar que las responsabilidades en el campo de la cosa pública deberían ser un cometido insoslayable del hombre-ejemplar y no del hombre-masa, responde en Ortega a una concepción intrínsecamente pedagógica de la política misma. Esa visión pedagógica puede considerarse una constante de la elipse orteguiana en su consideración de la política.
10 ORTEGA Y GASSET, José [1883-1955], España Invertebrada, cit., p. 67.
11 ORTEGA Y GASSET, José [1883-1955], La rebelión de las masas, Revista de Occidente, Madrid, 1958, p. 41
Es discutible si en la perspectiva orteguiana influyó el planteamiento de José Ingenieros [1877-1925], positivista argentino, quien en 1913 había publicado en Madrid su obra El hombre mediocre13. Ingenieros parte de la consideración de que no hay hombres iguales. Para él, hay tres arquetipos humanos: el hombre inferior, el hombre mediocre y el hombre superior. Describe a los tres y exalta al hombre superior como el idealista, describiéndolo como aquél capaz de distinguir entre lo mejor y lo peor; y no entre lo simplemente cuantitativo del más y del menos, como hace el mediocre.
En las primeras décadas del siglo XX aparecieron también los escritos de Gaetano Mosca [1858-1941]14 y Vilfredo Pareto [1848-1923]15. Parece también difícil poder considerar a Ortega como un reflejo de la obra de ambos. Mosca considera élite la minoría que detenta el poder en una sociedad; minoría que garantiza su poder por su unidad. La élite, en su opinión, no es homogénea, sino que presenta en su seno diversos estratos. El núcleo rector tiene, dentro de ella una función directiva, que le otorga mayor fuerza y eficacia. Aplicado su concepto a la clase política, Mosca considera que ésta se conforma por un grupo amplio de poder, que tiene dentro de sí un círculo más reducido. La élite, para Mosca, venía a ser la clase política organizada, diferenciada de la masa por su papel dirigente. Pareto refleja influencia de Maquiavelo [1469-1527] y de Georges Sorel [1847-1922]. Se ha hablado de la posible influencia de Mosca en él. De haberse dado, pareciera una influencia relativa, no determinante. Mosca ve la política como intriga o conciencia de la necesidad. Pareto la concibe como astucia (zorro) o violencia (león). Pareto aplica a la sociología la selección darwiniana, lo que no está claro en Mosca. Así, para Pareto, socialmente sobreviven los más fuertes y la élite la forma en cada sociedad un grupo reducido de status superior. Para Pareto hay élites sectoriales, según los campos sociales (política, economía, ciencia, cultura, etc.) y debe procurarse la armonía entre ellas. El impacto posterior de Pareto fue mayor que el de Mosca. Pareto considera que las élites cambian: el liberalismo se caracteriza, justamente, por la circulación de las élites. Para defender y mantener el poder se requiere, según el de la fuerza, pero no solamente de ella: también se requiere del consenso otorgado por la opinión pública. La élite gobernante debe usar tanto la fuerza como el consenso. La historia es para él la historia de las minorías dominantes. Señala que el principio autocrático de la selección desde arriba marca la selección aristocrática; mientras que el principio liberal de designación desde abajo genera el sistema democrático. Pareto parte de la desigualdad humana. Por la realidad de esta, las élites son necesarias. Dentro de la élite gobernante hay dos tipos de personalidades: los zorros —pensadores, calculadores, realistas pragmáticos— y los leones —idealistas, burocráticos, conservadores—. Los zorros se imponen por su astucia; los leones, por su fuerza. La historia, en opinión de Pareto, es un cementerio de aristocracias. Los zorros y los leones conviven en una élite gobernante, sin que sea pensable que unos eliminen a otros. La élite no es hereditaria, en cuanto no proviene de la sangre. La circulación de las élites impone la meritocracia. El cambio de sistema depende de la renovación de las élites.
12 ORTEGA Y GASSET, José [1883-1955], España Invertebrada, cit., pp. 83-84.
13 Cfr. INGENIEROS, José [1877-1925], El hombre mediocre. Ensayo de psicología y moral, Renacimiento, Madrid, 1913.
14 La obra de Mosca De la teoría de los gobiernos y del gobierno parlamentario, es de fines de 1893 y sus Elementos de Ciencia Política de fines de 1895. Cfr. MOSCA, Gaetano [1858-1941}, Elementi di Scienza Politica, [1896, 1923] Unione Tipografico-Editrice Torinese, Torino, 1982; MOSCA, Gaetano [1858-1941}, Lezioni di Storia delle istituzioni e delle dottrine politiche, Castellani, Roma, 1932; DE CAPRARIIS, Vittorio [1924-1964], Profilo di Gaetano Mosca, en Rev. Il Mulino, 5/54, Bologna, 1954. ALBERTONI, Ettore [1936], Mosca and the Theory of Elitism, Basil Blackwell, Oxford, 1987; FINOCCHIARO, Maurice Anthony [942], Beyond Right and Left. Democratic Elitism in Mosca and Gramsci, Yale University Press, New Haven/London, 1999. MEISEL, James H. [1901-1991], El mito de la clase gobernante. Gaetano Mosca y la élite, Amorrortu, Buenos Aires, 1975; MOSCA, Gaetano [1858-1941], La clase política (Selección e Introducción de Norberto BOBBIO [1909-2004]), FCE, México, 1984.
15 El Trattato di Sociologia Generale, (Barbera, Firenze), es de 1916. Cfr. PARETO, Vilfredo [1848-1923], Compendio di Sociologia Generale (Introduzioni de Giovanni BUSINO), Einaudi, Torino, 1978; PARETO, Vilfredo [1848-1923], Oeuvres Complètes (Ed. bajo la dirección de Giovanni BUSINO), Droz, Genéve [1964], 2005; PARETO, Vilfredo [1848-1923], Rise and Fall of the Elites: An Application of Theoretical Sociology (Introduction de Hans. L. ZETTERBERG [1927]), Transactions Publishers, New Brunswick [NJ, USA], 1991.
La influencia de Mosca o Pareto en Ortega y Gasset es, como queda dicho, discutible. Más allá de la semejanza temática, en lo que atañe a élites y masa, la diferencia en el tratamiento de la misma resulta evidente. A Ortega no le interesa tanto formular una teoría sociológica cuanto esbozar una interpretación de la historia de España.
Se ha señalado, igualmente, la posible influencia en Ortega de la Revolution von unten [revolución por lo bajo] de Oswald Spengler [1880-1936]. Spengler había publicado La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la Historia Universal [Der Untergang des Abendlandes. Umrisse einer Morphologie des Weltgeschichte], en dos volúmenes, aparecidos en Viena (1918) y Munich (1922), respectivamente. Aunque terminaría siendo censurado por el III Reich, Spengler fue desde 1918 adversario declarado de la democracia representativa de la República de Weimar [1919-1933]. Ortega fundó en 1923 la Revista de Occidente y promovió la difusión en el medio español de las obras de autores alemanes como Edmund Husserl [1859-1938], Georg Simmel [1858-1918], Franz Brentano [1838-1917], y muchos otros. En 1923 apareció la traducción de Manuel García Morente, discípulo de Ortega, a La decadencia de Occidente de Spengler. La edición tenía prólogo de Ortega16.
José Ortega y Gasset, junto con Ramón Pérez de Ayala y Gregorio Marañón, todos reconocidos intelectuales liberales, publicaron en el diario El Sol, el 20 de febrero de 1931, Un Manifiesto dirigido a los intelectuales, contentivo de una muy dura crítica al régimen monárquico. Entre otras cosas decían: “El Estado español tradicional llega ahora al grado postrero de su descomposición […] sucumbe corrompido por sus propios vicios sustantivos”. Según ellos, la Monarquía había perdido “su carácter de Estado nacional” para quedar como un “Poder público convertido fraudulentamente en parcialidad y en facción”.
16 Cfr. SPENGLER, Oswald [1880-1936], La decadencia de Occidente. Bosquejo de una morfología de la Historia Universal, Revista de Occidente, Madrid, 1923.
Por ello, anunciaban la formación de la Agrupación al Servicio de la República, no como un partido sino como organismo de presión intelectual sobre la opinión pública.
La II República Española fue proclamada el 14 de abril de 1931. La desilusión, sin embargo, llegó sin mucho retraso al ánimo de Ortega. Tan pronto como el 9 de septiembre de ese mismo año manifestó públicamente su angustia disconforme por la marcha de la República. Fue un artículo publicado en Crisol, titulado Un aldabonazo, que merece ser citado in extenso. “Desde que sobrevino el nuevo régimen —dijo Ortega— no he escrito una sola palabra que no fuese para decir directa o indirectamente esto: ¡No falsifiquéis la República! ¡Guardad su originalidad! ¡No olvidéis ni un instante cómo y por qué advino! En suma: autenticidad, autenticidad… Con esta predicación no proponía yo a los republicanos ninguna virtud superflua y de ornamento. Es decir, que no se trata de dos Repúblicas igualmente posibles —una, la auténtica española, otra, imaginaria y falsificada— entre las cuales cupiese elegir. No: la República en España, o es la que triunfó, la auténtica, o no será. Así, sin duda ni remisión. ¿Cuál es la República auténtica y cuál la falsificada? ¿La de «derecha», la de «izquierda»? Siempre he protestado contra la vaguedad esterilizadora de estas palabras, que no responden al estilo vital del presente —ni en España ni fuera de España. ( ) No es cuestión de «derecha» ni de «izquierda» la autenticidad de nuestra República, porque no es cuestión de contenido en los programas. El tiempo presente, y muy especialmente en España, tolera el programa más avanzado. Todo depende del modo y del tono. Lo que España no tolera ni ha tolerado nunca es el «radicalismo» —es decir, el modo tajante de imponer un programa—. Por muchas razones, pero entre ellas una que las resume todas. El radicalismo sólo es posible cuando hay un absoluto vencedor y un absoluto vencido. Sólo entonces puede aquél proceder perentoriamente y sin miramiento a operar sobre el cuerpo de éste. Pero es el caso que España —compárese su historia con cualquier otra— no acepta que haya ni absoluto vencedor ni absoluto vencido. ( ) Pero en esta hora de nuestro destino acontece, además, que ni siquiera ha habido vencedores ni vencidos en sentido propio, por la sencilla razón de que no ha habido lucha, sino sólo conato de ella. Y es grotesco el aire triunfal de algunas gentes cuando pretenden fundar la ejecutividad de sus propósitos en la revolución. Mientras no se destierre de discursos y artículos esa «revolución» de que tanto se reclaman y que, como los impuestos en Roma, ha comenzado por no existir, la República, no habrá recobrado su tono limpio, su son de buena ley. Nada más ridículo que querer cobrar cómodamente una revolución que no nos ha hecho padecer ni nos ha costado duros y largos esfuerzos. Son muy pocos los que, de verdad, han sufrido por ella, y la escasez de su número subraya la inasistencia de los demás. Una cosa es respetar y venerar la noble energía con que algunos prepararon una revolución y otra suponer que ésta se ha ejecutado. Llamar revolución al cambio de régimen acontecido en España es la tergiversación más grave y desorientadora que puede cometerse. Lo digo así, taxativamente, porque es ya excesiva la tardanza de muchas gentes en reconocer su error, y no es cosa de que sigan confundidos lo ciegos con los que ven claro. Se hace urgentisima una división de actitudes para que cada cual lleve sobre sus hombros la responsabilidad que le corresponde y no se le cargue la ajena. Las Cortes constituyentes deben ir sin vacilación a una reforma, pero sin radicalismo —esto es, sin violencia y arbitrariedad partidista—. En un Estado sólidamente constituido pueden, sin riesgo último, comportarse los grupos con cierta dosis de espíritu propagandista; pero en una hora constituyente eso sería mortal. Significaría prisa por aprovechar el resquicio de una situación inestable, y el pueblo español acaba por escupir de sí a todo el que «se aprovecha». Lo que ha desprestigiado más a la Monarquía fue que se «aprovechase» de los resortes del Poder público puestos en su mano. Una jornada magnífica como ésta, en que puede colocarse holgadamente y sin dejar la deuda de graves heridas y hondas acritudes, al pueblo español frente a su destino claro y abierto, puede ser anulada por la torpeza del propagandismo. Yo confío en que los partidos (…) no pretenderán hacer triunfar a quemarropa, sin lentas y sólidas propagandas en el país, lo peculiar de sus programas. La falsa victoria que hoy, por un azar parlamentario, pudieran conseguir caería sobre la propia cabeza. La historia no se deja fácilmente sorprender. A veces lo finge, pero es para tragarse más absolutamente a los estupradores. Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!». La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo”17.
Con su No es esto, ¡no es esto!, manifestaba Ortega la desilusión de muchos intelectuales republicanos liberales con la gestión del gobierno inicial de la II República. Para Ortega, el “radicalismo” era consecuencia de una ideologización del proyecto político nacional: era el resultado de la imposición de proyectos ideológicos de partidos (del ala radical de éstos, como fue el caso, sobre todo, de la llamada ala bolchevique del PSOE) a la acción del Estado. Y hablar de vencedores y vencidos, calificar de revolución al cambio de régimen, resultaba, para él, “la tergiversación más grande y desorientadora que puede cometerse”.
No fue el único desilusionado. Gregorio Marañón, con gran amargura, dijo: “La República ha sido un trágico fracaso”; y señalaba que las izquierdas “han hecho una revolución en nombre de Caco y de caca […] todo es en ellos latrocinio, locura, estupidez”. Y añadía, por si fuera poco: “Tendremos que estar maldiciendo varios años la estupidez y la canallería de estos cretinos criminales y aún no habremos acabado”. El mismo Presidente de la República, Manuel Azaña, describiendo la política de los “republicanos” de los cuales llegó a sentirse prisionero, la calificó con términos muy duros: “Política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea”18
El análisis de Ortega podía, objetivamente, ser calificado de pesimista. Incluso podía y puede discutirse la visión de la historia hispana que arropa sus consideraciones. Pero lo cierto es que sus escritos pusieron de relieve, desde una perspectiva intelectual no siempre abierta a la realidad política práctica, las falencias y contradicciones de una situación que más que crisis de gobierno evidenciaba crisis de sistema y carencias humanas claves. Todo estaba, pues, servido en España, a inicios de la década del 30 del siglo XX, no sólo para la caída de la Monarquía, sino para hacer inviable el camino de la II República y abonar la ruta a una espantosa guerra fratricida.
17 ORTEGA Y GASSET, José [1883-1955], Un aldabonazo, en Crisol, Madrid, 9 de septiembre de 1931.
18 MOA, Pío [1948], Nueva Historia de España. De la II Guerra Púnica al Siglo XXI, La Esfera de los Libros, Madrid, 2010, p. 798.
*Abogado, Doctor en Derecho Canónico Universidad de Navarra, Pamplona, España. Doctor en Derecho (especialidad en Filosofía del Derecho) de la Universidad de Navarra. Profesor de Historia de las Ideas en la Facultad de Derecho y de Antropología Filosófica de la Universidad de La Sabana, Chía, Colombia.
Editado por los Papeles del CREM a cargo de Raúl Ochoa Cuenca.
«Las opiniones aquí publicadas son responsabilidad absoluta de su autor».