“Éste es un momento de gran lucha entre un arte nuevo que lucha contra uno viejo. La batalla parece desigual, pero no se resuelve por la fuerza sino por el poder de las ideas”.
Franz Marc (1880-1916),
pintor expresionista alemán.
Chávez finalmente está muerto. Los cuerpos armados militares y civiles devoran lo que queda del legado de su amado comandante. Sumidos en el marasmo de la corrupción, señalados de narcoestado, probando al mundo que son descarados violadores de los derechos humanos, desnudos en su extorsión a un pueblo que someten por hambre, el gobierno del heredero se desploma estrepitosamente y con él, legado de su mentor.
Pero todavía en la caída sigue maniobrando y cada plan para aferrarse al poder que se le escapa, es más malvado e inconstitucional que el anterior. Malvado como bailar sobre la sangre de jóvenes venezolanos caídos en su lucha por la libertad. Inconstitucionales como el Plan Zamora o el bodrio de una Constituyente “comunal” que matará “la mejor constitución del mundo”. La de Chávez.
El régimen está bajo la gigantesca lupa del mundo, a través de los medios nacionales e internacionales y sobre todo en las redes sociales que retumban con las noticias en los más remotos lugares del planeta, hoy pendientes de este festival de atropellos en que se ha convertido Venezuela. Y no es porque el gobierno haya dejado trabajar a la prensa en lo suyo, que es recoger y difundir las informaciones, ¡qué va! El informe de la subcomisión de medios de la Asamblea Nacional registra 219 agresiones a trabajadores de la prensa, incluidas 12 detenciones, en 39 días continuos de protesta. Cámaras decomisadas o destruidas, celulares robados, materiales borrados, tratos infames que incluyen disparos a quemarropa con bombas o perdigones hacia donde se encuentran periodistas, con saldo de heridos, acoso y persecución en medio de las coberturas.
Lo que los venezolanos están mostrando al mundo no es una conflagración política donde los partidos se disputan el gobierno. Lo que sucede aquí es una batalla por el derecho a vivir, a comer, a tener seguridad y salud. Las banderas de los partidos es lo que menos se ve en estas grandes manifestaciones de calle donde la gente se uniforma de blanco y porta símbolos tricolores; es una protesta de la Venezuela que sufre bajo un régimen que ha monopolizado todas las llaves de paso del país, ahorcando el flujo de divisas y por tanto, quebrando la economía nacional. A la par, se ha desatado una crisis humanitaria, advertida desde tiempos del finado comandante, cuando las industrias agroalimentarias y de la salud han detenido sus motores bajo el peso de la carga laboral, de impuestos y regulaciones.
La revolución igualó a los venezolanos, pero por la peor rasa: la de las carencias. Sea cual sea el ingreso de los trabajadores, el desabastecimiento, la escasez o el precio astronómico impuesto por la inflación más voraz del planeta, los hacen miserables. Ya es un lugar común la decadencia y muerte de ancianos por falta de medicamentos indispensables para su bienestar y también de alimentos. Los ancianatos cierran todos los días porque no tienen comida, no tienen pañales, no tienen ni agua para atender a los viejitos. Muchos de ellos andan ya por la calle mendigando para sobrevivir. Enfermos que requieren tratamientos y medicinas de alto costo, que antes eran suministradas por el Estado para cumplir su obligación constitucional de brindar salud, mueren diariamente de mengua. Los números de las ONG que asisten a los enfermos señalan con tristeza que muchos pudieron vivir o al menos alargar sus tiempos, si hubiesen dispuesto de los tratamientos necesarios.
Los hospitales son una chivera de equipos sin repuestos. Y las clínicas privadas también sufren del “No hay” o del “Fuera de servicio”. Los enfermos deben peregrinar buscando los que aún están operativos para hacerse un examen. Los CDI están desmantelados. Ni siquiera cuentan con las vacunas necesarias para prevenir enfermedades que, como el paludismo, han resucitado después de décadas, gracias a la revolución.
Matar al mensajero, ése es el método. Quien denuncie la ineptitud y corrupción del régimen, paga los platos rotos: la burguesía apátrida, los capitalistas del golpe económico, la derecha fascista y asesina, los países injerencistas, la OEA lacaya del imperio, el imperio invasor, los periodistas tarifados, los políticos desestabilizadores y así un largo etcétera de culpabilizados por un régimen cada vez más dictatorial que no acepta que sus gravísimos errores han llevado al país al caos de todo orden en que se encuentra.
No es una oposición política la que está protestando: es un pueblo ya desesperado por la infame vida o muerte a las que este gobierno les condena. Es una ciudadanía heterogénea que tiene razones fundamentales para esta rebelión frente a un poder que no solo ignora y hasta se burla de sus necesidades, sino que también desconoce la mayoría aplastante que le adversa. Un gobierno que se niega a escuchar las exigencias justas de sus gobernados y actúa solo para mantenerse en el poder a costa de la vida de tantos venezolanos.
La aplicación del Plan Zamora no es más que un estado de excepción donde se irrespeta el debido proceso, se detiene arbitrariamente y se somete a civiles a la justicia militar. Sean saqueadores, vándalos o protestantes, sólo la justicia civil es su juez natural. En Valencia desde las 6 de la tarde hasta las 6 de la mañana hay un toque de queda virtual. Cualquiera puede ser detenido, allanado y hasta extorsionado para liberarlo, para devolver la moto o un celular.
Huyendo espantados de las elecciones, el régimen inventa una Constituyente con el pretexto de introducir las misiones y otras inconstitucionalidades vigentes. Algo que pueden hacer con una enmienda o una reforma constitucional, pero saben que perderán cualquier referendo o consulta aprobatoria.
La cuenta regresiva para el régimen va acelerada. El régimen trata de ganar tiempo mientras el pueblo llora sus muertos, pero sigue luchando. La bandada de zamuros jamás vencerá a una Venezuela resteada con su libertad.
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