Por Anibal Romero (1998)
La idea central que deseo desarrollar en estas páginas es la siguiente: Existe una relación fundamental entre el sentido de lo lúdico, del “juego”, de lo que está al otro lado de la “seriedad existencial”, y la práctica de la democracia liberal. Dicho de otra forma, la democracia liberal puede subsistir y perdurar en la medida que se sustente sobre una concepción de la política como compromiso, en función del acatamiento de unas reglas y del adecuado dimensionamiento de lo político como sólo uno —y no necesariamente el más importante— de los planos o niveles en que se manifiesta la existencia humana. Este concepto de la política como compromiso, se opone al de la política como afirmación de la identidad frente al “otro”. La política de compromiso implica, entre otros aspectos, la aceptación del “otro” como un semejante (que puede ser un oponente o adversario circunstancial y temporal, pero no un “enemigo”)1, la admisión de reglas comunes de conducta, así como la comprensión de que hay cosas más importantes que la política que deben llevarnos a no tomarla excesivamente “en serio”. La política de la identidad, por otra parte, vé en el “otro” a un enemigo real o potencial, no admite reglas comunes de acatamiento obligatorio, y concibe la política como un instrumento para descubrir y afirmar la identidad propia o del grupo en función del control, manipulación, dominación, o liquidación del “otro”.
La democracia liberal es un tipo de orden político diseñado para ajustar los conflictos dentro de un marco de equilibrio pacífico y acatamiento de determinadas reglas; se trata, por tanto, de un orden flexible que hace posible la dinámica del conflicto, pero dentro de ciertos límites. Una vez, sin embargo, que esa dinámica alcanza el plano de la definición “existencial”, que uno o varios actores políticos pierden el sentido de lo lúdico y asumen la política como terreno para la afirmación de la identidad propia frente al “otro” —visto como enemigo—, la democracia liberal corre serio peligro de erosión y eventual supresión, asfixiada por conflictos extremos que destruyen el “juego” al violentar sus reglas. La política democrático liberal exige, por tanto, la presencia activa de lo lúdico como dimensión clave de la vida humana individual y colectiva; a este elemento lúdico puede y debe sumarse el sentido de lo festivo como aspecto complementario de una concepción de la política que no permanezca atrapada en la búsqueda de identidad, sino que se complazca en la admisión, y de ser posible el disfrute, de una existencia común basada en la libertad de los individuos bajo la ley (las “reglas”), y el ajuste de las diferencias a través de un manejo pacífico y “lúdico” (no “existencial”) de los conflictos. El sentido de lo festivo es parte del “juego” de la vida, en sus dimensiones individual y colectiva; forma parte de lo lúdico e intensifica y enaltece una concepción civilizada de la política, capaz de moderar las implicaciones y propensiones autoritarias de la política de la identidad.
La importancia del tema de lo lúdico no ha pasado desapercibida para la reflexión política;2 en tal sentido, se destaca la analogía que establece Oakeshott entre la política y la “conversación”. Su relevancia y significado derivan de una tensión entre “seriedad” y “juego” (“playfulness”), pues en la conversación:
“…cada voz representa un compromiso serio…sin el cual carecería de ímpetu. Pero en su participación en la conversación cada voz aprende el sentido de lo lúdico dentro del ejercicio, aprende a entenderse a sí misma conversacionalmente y a reconocerse como una voz entre otras. Al igual que ocurre con los niños, quienes son grandes conversadores, el juego es serio y la seriedad en última instancia es juego”.3
El sentido de lo lúdico conduce a Oakeshott a distinguir entre lo que denomina la “política de la fé” (que equivale a lo que aquí he llamado “política de la identidad”), que se diferencia de modo esencial de la “política del escepticismo” (o del “compromiso”). En el primer caso, nos encontramos con un estilo político que es predominantemente “serio”, para el cual el resultado final de la actividad política es más importante que la manera en que la actividad de desarrolla hasta lograr su resultado. Para esta concepción de la política el debate es polémica, no conversación, y una vez que una determinada decisión y dirección sobre el curso de acción a seguir han sido tomadas, no queda espacio para la oposición. Lo que este estilo político suprime es el sentido del juego (“playfulness”), y es precisamente este componente el que predomina en la “política del escepticismo”, a lo que se suman la importancia que se concede a la existencia de reglas, a la subordinación del resultado a la manera de lograrlo, al reconocimiento del debate como coversación y como ingrediente permanente de la actividad del gobierno, y la comprensión de la “victoria” como un desenlace de significado limitado:
“Gobernar (desde el punto de vista de la ‘política del escepticismo’, AR) no es el asunto ‘serio’ de conducir la actividad en cierta dirección y proveerla de energía y de un propósito específico; gobernar es más bien proveer nuestras actividades de los medios adecuados para resolver las dificultades creadas por su apasionada y exclusiva concentración sobre sí mismas, reduciendo así la violencia del impacto de unas sobre otras”.4
A mi modo de ver, es claro que una “política de la fe” implica la intensificación de la hostilidad y la generación del miedo como instrumento de poder y dominio, en tanto que una “política del escepticismo” tiene que procurar la minimización de los sentimientos hostiles y del miedo, minimización (o eliminación) que —como explica Bally en su detallada exploración sicológica del sentido de lo lúdico— “constituye el supuesto del juego”.5 Evidentemente, un juego no puede existir en medio del miedo y la hostilidad, de allí que Bally califique como “bárbaro” a aquél cuyos principios “…destruyen sus sentimientos…que dejó de dar forma juguetonamente (y es) esclavo de su mundo…El mundo carente de su carácter juguetón, se convierte en un mundo de trabajo, y éste sustituye al juego. La alegría se hace sospechosa, la seriedad sombría tiene el poder de marcar el juego como algo falto de seriedad”.6
La gran obra de Huizinga sobre lo lúdico, Homo Ludens, constituye un impresionante esfuerzo orientado a rescatar el significado del elemento del juego en la cultura. Se trata también, y no obstante su lucidez y originalidad, de un libro caracterizado en buena medida por las dificultades del autor para aclarar definitivamente en qué consiste lo lúdico, y cual es su naturaleza particular en el campo de lo político. Huizinga sostiene que el juego “es de hecho la libertad” y “crea el orden”; explica también que, como una actividad libre situada conscientemente fuera de la vida ordinaria, el juego “no es serio”.7 Huizinga se queja de que la civilización se ha venido haciendo más compleja y “más seria”, y a la vez insiste que el juego “no excluye la seriedad”, no es algo “frívolo”.8 La tensión que se percibe en el argumento de Huizinga se explica en función de su polémica con Carl Schmitt, ya al final de la obra, y de su crítica a la concepción schmittiana de la esencia de lo político como distinción entre “amigo” y “enemigo”. Según Huizinga, esta “simplificación” es inhumana y nos retorna a la barbarie.9 Ante la misma, Huizinga quiere reivindicar la humanidad de lo lúdico en la existencia, y lo intenta a través de dos vías vinculadas entre sí: Por una parte, insistiendo que jugar un juego implica la aceptación incondicional de las reglas, que la civilización significa “jugar de acuerdo a ciertas reglas” y “siempre exigirá juego limpio”.10 Por otra parte, Huizinga enfatiza que la ocupación verdaderamente “seria” de la humanidad es la paz, no la guerra, y la paz requiere el reconocimiento de reglas y un terreno común. En palabras de Gombrich:
“En cierto sentido, el razonamiento cínico de Schmitt sólo pareció a Huizinga ejemplo extremo de los peligros inherentes a cualquier tipo de argumentación que pasa por alto la existencia de valores encarnados en reglas. Su lectura de la crisis de nuestro tiempo le sugirió que una aceptación incondicional de estas reglas es parte esencial del juego que llamamos civilización. No es de extrañarse que viera con cierta nostalgia una época en la que cuestionarlas estaba fuera de lo posible, porque sencillamente la distinción entre jugeteo y seriedad no se había manifestado en el lenguaje y el horizonte mental de las civilizaciones implicadas”.11
Me parece evidente que lo que inquietaba a Huizinga (de allí su dificultad en torno a la “seriedad” del juego), era no solamente el extremismo teórico y presuntamente a-moral de Schmitt, sino en particular el riesgo de que su valoración del elemento del juego en la cultura (incluída la política) pudiese ser confundida con ligereza moral. De allí su afirmación de acuerdo a la cual “Es el contenido moral de una acción la que le da su seriedad. Cuando el combate tiene un valor ético, cesa de ser un juego”.12 A pesar de mi admiración por la obra de Huizinga, me atrevo a pensar que no acertó al esforzarce en hacer del juego algo “serio”, al pasar conceptualmente del plano del play al de los games, es decir, de aquéllo que contiene un elemento genuinamente lúdico a lo que simplemente se define por su admisión de reglas incondicionales. Es comprensible que, en vista de las circunstancias críticas de la época en que escribió su obra, así como del reto planteado por el radicalismo schmittiano, Huizinga quisiese evitar acusaciones de superficialidad y reivindicar el papel de las reglas consensuales de convivencia frente a la política entendida como guerra libre de limitaciones. Ahora bien, con ese giro conceptual Huizinga pagó un precio, consistente en el abandono de una concepción de la política que combine al mismo tiempo la “seriedad” del compromiso y aquél ingrediente de lo lúdico que es capaz de discernir que la política no debe tomarse siempre y totalmente en serio, pues hay cosas más importantes para la existencia humana, y porque una política ajena a lo lúdico se halla en permanente peligro de degeneración violenta y autoritaria. Desde luego, la concepción de la política de compromiso que he esbozado acá como propia de la democracia liberal, choca frontalmente con el concepto schmittiano que hace de la política lo más serio y relevante de la existencia. De hecho, Schmitt cuestionó explícitamente cualquier mezcla de lo lúdico en el campo de lo político, y su rechazo al liberalismo tiene por encima de todo que ver con la tendencia liberal a considerar que la política es necesaria, pero no debe tomarse excesivamente en serio.13
La posibilidad misma de una política de compromiso, es decir —en lo términos acá empleados— de una política permeada por contenidos lúdicos, está estrechamente vinculada a la minimización de los sentimientos de hostilidad y miedo en el seno de la sociedad. Las democracias liberales, en líneas generales, han sido y siguen siendo sistemas políticos en los que tales sentimientos y sus consecuencias, se controlan y canalizan a través de instituciones y procedimientos diseñados para contener los conflictos, y tramitarlos pacíficamente. Por supuesto, semejante objetivo no siempre puede lograrse, y conocemos mediante amplia experiencia histórica moderna, en particular en Alemania e Italia en los años treinta y cuarenta de este siglo, y en otros países, que las democracias liberales pueden sucumbir arrolladas por un torbellino de colapso económico, confrontación social, y crisis política.14 El liberalismo y la democracia, los dos componentes esenciales de un tipo de régimen que en nuestro tiempo ha mostrado sin lugar a dudas capacidad para, al mismo tiempo, perdurar, generar prosperidad y paz para mucha gente, y preservar aspectos claves de una vida civilizada, son no obstante dimensiones con identidad propia, que surgen de procesos históricos e ideológicos en ocasiones paralelos pero no necesariamente idénticos, y cuyo sentido, combinación e impacto han sido variados y pueden producir tensiones, así como un precario equilibrio político y social.15
Para la tradición liberal, el problema político central tiene que ver con la limitación de la autoridad, la preservación de un espacio irrevocable de libertad para los individuos, y el sostenimiento de una situación de seguridad legal y física para la vida y la propiedad.
Para la tradición democrática, por otra parte, la cuestión central de la política tiene que ver con el origen legítimo del poder (la soberanía popular), y el aseguramiento de la progresiva igualdad entre los individuos, una igualdad que se aspira realizar no solamente en el plano legal y político, sino también socioeconómico. Como ha mostrado Wolin, el liberalismo clásico fue una filosofía “de la sobriedad, nacida en el temor, nutrida por el desengaño y propensa a creer que la condición humana era, y probablemente siguiera siendo, de dolor y ansiedad”.16 Wolin explora con lucidez las ansiedades del hombre liberal, al que describe como “…un ser extremadamente sensible a la forma específica de dolor producida por la pérdida de riqueza o de status…El hombre liberal se movía en un mundo en el cual el dolor y la privación lo amenazaban desde todas partes. Sus temores se comprimían en una exigencia única: los ordenamientos sociales y políticos debían aliviar sus ansiedades asegurando la propiedad y posición social contra todas las amenazas, salvo las planteadas por la misma carrera competitiva. Su aversión al dolor definía esa exigencia con mayor exactitud aún: estar seguro significaba poder ‘contar con las cosas’, poder actuar reconfortado por saber que su propiedad no podía serle arrebatada, que un contrato no quedaría incumplido, que una deuda sería pagada. Todo dependía de tener expectativas seguras”.17
El balance entre liberalismo y democracia no es estable, pues los principios de libertad y seguridad no necesariamente están en armonía con el de la igualdad. En una sociedad basada en la economía de mercado surgen desigualdades, y en consecuencia se plantean tensiones capaces de poner en cuestión la política de compromiso, abriendo el terreno a una política de la identidad. Para el liberalismo, una política de la identidad es por definición una grave amenaza al orden, la estabilidad, y la libertad. De allí que un liberalismo genuino sostenga que los derechos son derechos, no importa cómo hayan sido ganados, posición ésta combatida por demócratas no-liberales, como el propio Wolin, para quienes los derechos deben ser constantemente conquistados para corregir las fallas de una sociedad desigual.18 De acuerdo con Wolin:
“La democracia no debe depender de un obsequio que las élites hacen de una vez por todas al demos, consistente en un marco pre-diseñado de derechos iguales (por ejemplo, una Constitución, AR). Esto no significa que los derechos carezcan de importancia, pero los derechos en una democracia dependen de las luchas del demos por ganarlos y extenderlos sustantivamente, adquiriendo en el proceso experiencia de lo político, es decir, participando en el poder, reflexionando sobre las consecuencias de su ejercicio, y procurando que de estas confrontaciones surja el bienestar común en medio de diferencias culturales y disparidades socioeconómicas”.19
Ante la realidad de las desigualdades socioeconómicas de los regímenes liberal-democráticos en el contexto del capitalismo moderno, Wolin propone la intensificación de la acción política por parte de los que históricamente han recibido menos ventajas y privilegios, pues “el poder nunca es compartido de gratis en una sociedad libre integrada (entre otros) por individualistas y empresarios”. El poder “se le arranca al conflicto”, y no existe una “sociedad sin fricción”.20 Todo lo cual suena bastante plausible y convincente, hasta que nos formulamos la pregunta: qué intensidad de los conflictos y qué grado de fricción puede soportar, sin quebrarse, una democracia liberal? En relación al punto, la propuesta de Wolin es la siguiente: no se trata de diseñar mejores métodos y procedimientos de cooperación entre los diversos sectores sociales y actores políticos que forman parte del régimen, sino de desarrollar “un sistema más justo (“fairer”) para dirimir conflictos (“contestation”) a través del tiempo, y en particular en tiempos duros.21 Como fórmula general, el planteamiento luce acertado, pero su posible precariedad práctica nos conduce de nuevo al tema de la relevancia de un sentido de lo lúdico como ingrediente clave de una política civilizada.
Las luchas de las que habla y que promueve Wolin pueden ser capaces de destruír la democracia, a menos que preserven las murallas protectoras de una política de compromiso. Esta última, a su vez, puede y debe nutrirse del sentido del juego, que implica, además de la admisión de reglas, actuar con base a la comprensión de que la existencia no empieza ni acaba en la política, que la política puede ordenarnos y también destruirnos, y que resulta imperativo, en función del propósito de fortalecer una política civilizada, conservar un elemento lúdico y festivo que a la vez anime y trascienda el combate político, en especial cuando tal combate se refiere a la conquista de derechos percibidos como legítimos. Ese ingrediente lúdico es, en sí mismo, un instrumento que contribuye a la minimización de la hostilidad y del miedo, un instrumento, en otras palabras, capaz de contribuir a derrotar la política de la identidad.
En este orden de ideas, cabe tener presente que lo festivo, la fiesta, al igual que el juego, la contemplación, y el amor, son fines en sí mismos y nos ayudan a hacer más humana la vida. En palabras de Harvey Cox, en su extraordinario ensayo teológico sobre las nociones de fiesta y de fantasía, “la fiesta es una forma humana del juego a través de la cual el hombre se apropia, en su experiencia, de un amplio espacio de vida que incluye el pasado”; lo festivo implica “decir que sí a la vida”, e incluye y abarca la alegría en su sentido más profundo.22 El hombre es una criatura que no solamente trabaja y piensa, sino que además juega y celebra, es un homo festivus23; y es también un homo fantasia, visionario y capaz de trascender lo existente e imaginar posibilidades superiores, más humanas, de vida:
“El hombre es esencialmente festivo e imaginativo. Para hacerse plenamente humano, el hombre…debe aprender de nuevo a danzar y soñar…La fiesta, al romper la rutina y al abrir al hombre al pasado, expande su experiencia y disminuye su provincialismo. La fantasía a su vez abre puertas que el cálculo empírico por sí mismo no es capaz de conocer. Ella aumenta las posibilidades de innovación. Ambas, fiesta y fantasía permiten al hombre experimentar su presente de manera más enriquecedora, más alegre, más creadora…”24
Si es cierto, como hemos argumentado en este estudio, que la posibilidad de una política de compromiso se vincula estrechamente a la minimización de los sentimientos hostiles y de miedo entre los seres humanos, es claro entonces que lo lúdico y lo festivo, que contienen una ingrediente fundamental de comunicación y alegría hondamente humanas, constituyen dimensiones importantes de una convivencia civilizada. Sin el sentido de lo lúdico y de lo festivo, la polis sucumbe de modo inevitable bajo el peso del miedo.
1 Sobre esta distinción, así como las diferencias conceptuales entre “peleas”, “juegos”, y “debates”, véase, Anatole Rapoport, Conflict in Man-Made Environment (Harmondsworth: Penguin Books, 1974), pp. 180- 183
2 Véase, por ejemplo, Platón, Leyes, en, Obras Completas (Caracas: Coedición de la Presidencia de la República y la U.C.V., 1983), Vol. X, pp. 263-264; Max Weber, Economy and Society (New York: Bedminster Press, 1968), pp. 1104-1105
3 Michael Oakeshott, Rationalism in Politics and Other Essays (Indianapolis: Liberty Press, 1991), p. 493 4 M. Oakeshott, The Politics of Faith and the Politics of Scepticism (New Haven & London: Yale University Press, 1996), pp. 111-112
5 Gustav Bally, El Juego como Expresión de Libertad (México: Fondo de Cultura Económica, 1992), p. 53 6 Ibid., pp. 97-98
7 Johan Huizinga, Homo Ludens (London: Paladin Books, 1971), pp. 26, 29, 32
8 Ibid., pp. 96, 206
9 Ibid., p. 236
10 Ibid., p. 238
11 E. H. Gombrich, Tributos (México: Fondo de Cultura Económica, 1993),
p. 151 12 Huizinga, p. 237
13 Veease el Prefacio de Tracy Strong a la obra de Carl Schmitt, The Concept of the Political (Chicago & London: The University of Chicago Press, 1996), p. xxvi; Heinrich Meier, Carl Schmitt and Leo Strauss:
14 The Hidden Dialogue (Chicago & London: The University of Chicago Press, 1995), pp. 44-45 14 Sobre este tema, consúltese el excelente estudio de Juan Linz, La Quiebra de las Democracias (Buenos Aires: Alianza Editorial, 1991).
15 Sobre las diferencias entre la tradicion liberal y el radicalismo democrático, vease mi libro,
Aproximación a la Política (Caracas: Editorial Panapo, 1994), pp. 80-96
16 Sheldon Wolin, Política y Perspectiva (Buenos Aires: Amorrortu, 1973), p. 314
17 Ibid., pp. 352-353
18 Sheldon Wolin, “The Liberal-Democratic Divide: On Rawls’s Political Liberalism”, Political Theory, 24, 1 (February 1996), pp. 97-119
19 Ibid., p. 98
20 Ibid., pp. 108, 119
21 Ibid., p. 115
22 Harvey Cox, La Fete des Fous (Paris: Editions Du Seuil, 1969), pp. 16, 18, 35
23 Ibid., p. 21
24 Ibid., p. 23
* Profesor y académico venezolano Anibal Romero quien es Filósofo, politólogo y Doctor en Estudios Estratégicos (King ‘s College, Londres). Profesor titular de la Universidad Simón Bolívar.
Editado por los Papeles del CREM, 20 de octubre del año 2024. Responsable de la edición: Raúl Ochoa Cuenca.
«Las opiniones aquí publicadas son responsabilidad absoluta de su autor».