Es en el libro del Éxodo, capítulo 34, cuando Moisés le pide a Dios por primera vez que no los abandonase. “Señor, si realmente cuento con tu favor, ven y quédate entre nosotros. Reconozco que este es un pueblo terco, pero perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y adóptanos como tu herencia…”. En otro momento, mucho más tarde, dos caminantes pidieron lo mismo: “Quédate con nosotros, que está atardeciendo, ya es casi de noche…”. No lo reconocieron, no tuvieron las certezas del profeta, y sin embargo sintieron que era necesario seguir compartiendo para evitar el dolor provocado por la incertidumbre. Y Dios se quedó en ese compartir que muchos siglos antes había prometido como obra imponente de su propio testimonio a la luz de todos los pueblos.
Dios se manifiesta en la firmeza con la que el mal resulta finalmente vencido, y en el renacer de la confianza cuando todo parece conspirar contra la esperanza. Dios quiebra la dureza del corazón y quebranta la arrogancia de los que se creen poderosos. Dios expone la ingenuidad de la vanidad y coloca a la insolencia en la justa medida de su fragilidad. Dios es sobre todo el gran revolcón de los que sacan cuentas sin pensar que toda jactancia termina vertida en forma de polvo, ceniza y muerte. Dios es una vieja promesa de quebrantar a los poderosos hasta hacerles ver que nada tiene sentido al margen de su voluntad. Dios es la negación del mal y el vencedor de todos los que lo practican… siempre y cuando los hombres hagan lo debido.
En ambos momentos, al inicio de los tiempos, cuando la tierra prometida era una oferta que se iba distanciando, y en ocasión de la resurrección, la exigencia no fue otra que la reciprocidad. Dios obra sus maravillas en el corazón bravío de los hombres que se comprometen con su proyecto. En eso consiste esa oración tan elemental: Quédate con nosotros cuando el atardecer anticipa esa soledad que nos deja tan ensimismados y tan frágiles a nuestras propias inclinaciones…
Este país tiene el corazón endurecido. Cientos de miles de crímenes se acumulan en nuestra conciencia sin afectar nuestra indiferencia. Vemos como el país se derrumba sin que eso nos mueva a encarar nuestra realidad con el protagonismo que se nos exige. Miles de ocasiones pasan sin que nosotros nos preguntemos si ha llegado el momento de hacer la diferencia. Dejamos hacer, dejamos pasar, como si esa contemplación nos pudiera eximir de la responsabilidad que tenemos sobre nuestra propia historia. Y sin embargo, no es cierto que cualquier cosa que hagamos o permitamos hacer tenga el mismo valor moral. No es cierto que podamos ignorar el juicio de la historia, y la contribución que cada uno hace a su época. Tanta tibieza es solamente el signo del inmenso daño que esta época de abundancia y poca moral ha hecho en nuestras conciencias.
Pero ese “quédate con nosotros” que hemos pedido tantas veces a lo largo de la historia tiene el sentido de la reivindicación que llega como oportunidad en cada amanecer. Nos correspondería restaurar la confianza nacional, intentar que las instituciones funcionen, vivir en los márgenes de la justicia, y ser capaces de discernir entre lo valioso y lo que no lo es. No es cierto que todo tenga la misma valía. No es lo mismo decir que callar, obrar que inhibirse, o arriesgarse que hacer los cálculos. Y en ese desvarío moral en el que hemos invertido trece años de nuestra vida, muchas veces hemos dejado de apreciar que todo lo que brilla no es oro. Ha habido más de una alucinación y mucha permisividad. Ese “quédate con nosotros” es medir con justeza las obras más que las palabras, las trayectorias más que las oportunidades, los resultados más que los discursos.
Dios es virtud. Superar este trance de oscuridad y yerros nos exige actuar conforme a las exigencias de las circunstancias. Valientes en la búsqueda del bien, comprometidos con el discurso de la vida y conscientes del precio que debemos pagar para hacer lo que tenemos que hacer: restaurar la confianza social, rescatar la seguridad ciudadana, basar nuestra prosperidad en el trabajo productivo, ser creativos en la lucha contra la pobreza, y reconciliar al país, francamente dividido por las trincheras de odio que con tanta paciencia ha construido este régimen. Dios es virtud y resultados. El reto es grande pero podemos lograrlo si apostamos a la serenidad de Dios y dejamos fuera de nuestras vidas esa búsqueda grotesca de tantas opciones para hacer el mal.
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com