por Víctor Maldonado C.
La oscura y tumultuosa realidad autóctona…
Mariano Picón-Salas
Los jefes de la mesnada ululante. Así los describió Mariano Picón-Salas a ese imaginario autóctono de los eternos comienzos. Un grupo de “guapos y apoyados” vienen de los abismos de la nada, montados a caballo y armados con machetes. Vienen contra la república civil, que nunca ha dejado de entregarse, una y otra vez, a los brazos del violento que promete la refundación que exige el pueblo. El machete esgrimido por los centauros del terror son el único argumento, mientras que los despojos de una sociedad que nunca llega a anclarse en la decencia como forma de vida, comienza las mismas divagancias sobre la preeminencia de la ley, la potencia irrefrenable de la mayoría sensata, las ansias de la modernidad y la repulsa por una gavilla que reiteradamente nos conduce a los principios fundacionales donde nos espera el mil veces conocido espectro de la decepción para mostrarnos algo que por lo visto seduce a la venezolanidad, “la oscura y cruel hermosura de la barbarie” (Picon-Salas dixit)
Esa ha sido una de nuestras fatalidades, abonadas por un resentimiento primordial que se ha convertido en el significante más conspicuo de nuestra frágil historia institucional. Todo se reduce a la conjura y a la gavilla. Todo se expresa en esa irracionalidad que se respira en cada paso que dan los leales y los conspiradores. Ese aparato que se mueve solamente bajo los designios del absurdo y que desconoce a la racionalidad, que se abate por incomprensión. Picón-Salas sentencia algo que está en el fondo de todo el expediente republicano: “los pueblos no siempre eligen lo que les conviene, y la falta de discernimiento entre el mal y el bien no es sólo un problema teológico, sino también histórico”. Apelar al pueblo y creer que por la vía de la montonera electoral se puede transitar hacia el decoro republicano es una falacia más que esconde a la montonera sofisticada del siglo XXI. Por eso preocupaba a Miranda, a punto de ser cogido y desaparecido en el torbellino histórico que fue la patria boba, la falta de una educación para la libertad. No tuvo tiempo el Generalísimo sino para esa frase lúgubre y célebre que nos marcaba para siempre como bochinche, puro bochinche. En ese momento Bolívar fue montonera, y allí mismo, entre traiciones y resentimientos le dio una estocada mortal al personaje civil y civilista que pudo haber sido. Impuso en cambio una fatua “razón de Estado” en la que cómodamente se confundía su interés y su proyecto con el interés general de una nación que todavía no había nacido.
Nada ha cambiado. Es la misma inquisición centenaria la que una vez me planteó el Gral. Müller R., mientras al fondo se oían los aplausos excitados de una clase empresarial que para el momento estaba embobada con el “último –por ahora- guerrero que viene del pueblo para articular su propia voluntad de poder”. Sencilla y tajante: ¿Tú crees que con estas leyes –las de la moribunda constitución- podemos lograr los cambios que se propone esta revolución? Al fondo los aplausos y las aclamaciones servían de plácet para una nueva temporada de machetes, un nuevo asesinato de esa república civil en ciernes, todavía incapaz de sobreponerse al penúltimo ataque, desamparada y vulnerable por el descreimiento de todos y el destino manifiesto que algunos decían poseer.
Mariano Picón-Salas no deja pasar la oportunidad para advertirnos contra ese arquetipo tan acendrado que nos hace pensar que “ser guapo” en el sentido de la violencia criolla, parece ser incluso un valor estético. Lo equiparamos a lo bello y a lo afirmativo. Cualquiera que venga con ese viejo discurso emancipador, mezclando ese caldo espeso de odios, repudios, y palabras sin contenido explícito como nuevo, renovación y diferencia, tiene una gran posibilidad de ser retribuido con por lo menos el beneficio de la duda. Esos son los nuevos centauros de las montoneras, donde el viejo machete ha sido suplantado por la vieja retórica.
Las montoneras recorren los caminos de nuestra incapacidad para comprender que sin arreglos institucionales, sin valorar ese orden social que nos permite resolver por las buenas el conflicto de intereses encontrados, sin respetar eso que algunos con insólito desparpajo denuncian como la tradición, sin esos atributos que Miranda equiparaba como la educación para la libertad, estamos condenados a repetir una y otra vez este desastre de caudilletes farsantes que discursean lo que saben que no son. Sin respetar las reglas del juego, sin asumir que estas reglas son conocidas y apreciadas por todos, sin pretender un acatamiento universal, no queda otro camino que la respuesta ya intuida por el Gral. Müller a su pregunta. Sin ley que “nos” sirva, solo queda la alternativa del machete. La suerte está echada.
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