por: Víctor Maldonado C.
“El fracaso endurece el corazón y empaña la vista”
David Landes
Tres años de recorrido por el vasto territorio de la Unión Soviética le bastaron a Ryszard Kapuscinski para escribir la crónica de la imposibilidad comunista. Más allá de Moscú, pero sin dejar de incorporarla, toda la inmensa y supuestamente imbatible burocracia centralmente planificada, padecía de una creciente parálisis. Nada era como aparentaba. Ni la fortaleza de su industria militar, ni los cuadros de inteligencia y control político funcionaban. Tampoco sus líneas aéreas, ni sus ferrocarriles, ni su logística de abastecimiento. La gente comenzó a entender que todo el aparato estatal era un inmenso fraude que utilizaba a la violencia como último recurso de convicción. El muro de Berlín se derrumbó ante la evidencia de que la administración centralizada de la vida y de los sueños de la población había encallado en el hambre, la corrupción y la más portentosa incapacidad. Y todo eso era cierto a pesar del poderío nuclear y que alguna vez sus cohetes habían surcado el espacio sideral.
Lo que vio el periodista polaco fue una sociedad triste y sin ilusiones. Resultaba paradójico que a pesar de los “Comité Central de Planificación” nadie pudiera prever cuando llegaba el próximo avión, si era que alguna vez arribaba. En ese tiempo pudo constatar que lo único que quedaba era una sociedad petrificada por la incapacidad y forzada a seguir confiando todas las dimensiones de su vida a la supuesta eficiencia del partido comunista, suprema ilusión de libertad e igualdad. Debía confiar a pesar de que no había un solo dato de la realidad que le confirmara una sola de las promesas, y porque cada ciudadano se debatía en un dilema irresoluble que por muy poco, lo mandaba a padecer una larga estancia en un campo de concentración para la reeducación y el exterminio de cualquier idea disidente. Como sabemos ese experimento duró exactamente sesenta y nueve años. ¿Qué falló?
El experimento soviético fracasó en la planificación de la felicidad. Intentó administrar las expectativas ilustradas que le conferían al hombre una inmensa capacidad para proporcionarse el progreso, pero erró en los medios utilizados. No entendieron que la libertad no se podía programar. Nunca apreciaron que la libertad significa antes que nada la posibilidad de actuar al margen del control y de la coerción de la violencia legítima o no. Como no lo entendieron procedieron entonces a crear un gigantesco aparato de control policial para hacer valer la libertad de los ciudadanos. ¿No resulta paradójico? Terminó ocurriendo que la palabra más temida y más perseguida fue precisamente esa. Buscando la libertad y manifestándose contra la opresión de los pueblos, los comunistas rápidamente llegaron a la infamia del estalinismo. Ese fue el guión que luego administraron con furor los que vinieron después, y todos ellos fracasaron contundentemente.
El muro de Berlín cayó aunque Chávez se resista a reconocerlo. Y se derrumbó bajo el peso de los controles y las expectativas creadas alrededor de la economía planificada y la persecución de la propiedad privada. Ambos errores revolotean desde hace tiempo por los cielos de Venezuela gracias a la ingenuidad contumaz de los que creen que ellos si van a ser capaces de organizar una sociedad donde lo económico y lo social se reduzca a lo previsto en el plan. El país va por su cuarto año de socialismo, de acuerdo a lo pautado en el I Plan Socialista Simón Bolívar que rige hasta el 2013. Y a pesar de que en el texto oficial no se registra ninguna posibilidad de fracaso sus resultados no pueden ser otros que los que hemos obtenido, y que en su momento lograron los soviéticos: Inflación, Escasez y Estancamiento Económico, Pobreza de Oportunidades y la Inseguridad que nos está matando. Un total fracaso en término de realizaciones y una inflación especulativa de promesas imposibles de cumplir y en el mejor de los casos, imposibles de honrar por mucho tiempo.
La última escalada de la sovietización de Venezuela es la Ley de Costos y Precios Justos. Ella insiste en lo mismo: en la supuesta capacidad para decretar la normalidad nacional a pesar de la indisciplina fiscal, la corrupción de toda la administración pública y el mantenimiento de una inmensa burocracia improductiva. De alguna manera tenemos que pagar por toda esa fiesta latinoamericana gozada a nuestras expensas. De alguna manera tenemos que cancelar ese “inmenso orgullo” que sienten los oficialistas al regalarles a los cubanos petróleo y efectivo mientras nosotros no conseguimos aceite o medicinas esenciales. No hay dudas, lo que viene es caos, eso sí, perfectamente previsto.
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