Víctor Maldonado: La lámpara debajo del celemín

por: Víctor Maldonado C.

“Aborrezco el partido de los malos”

Salmo 26

Dios no deja de hablarle al hombre, por más que éste lo niegue, o decida no escucharlo. Esa voz interior exige una retribución a los talentos recibidos que tienen que expresarse en determinación, presencia, liderazgo en medio de la gente, y vigor en el testimonio. Al hombre actual Dios le exige integridad y justicia, porque solamente de esa manera se construye un orden social que sirva para la dignidad y la paz. Por eso no hay nada peor que un talento mal aprovechado. La indiferencia y la dejadez son vicios que Cristo condena con recurrencia y mucha firmeza, repudiando la sal desvirtuada e insípida tanto como aquel que teniendo capacidad para iluminar se abstiene de irradiar.

San  Agustín decía que la consecución de la paz requiere que la comunidad se asiente en la justicia. El Doctor de la Iglesia corrige a Cicerón cuando puntualiza que “un pueblo no es todo conjunto de hombres reunido de cualquier manera, sino el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos por igual…” en la búsqueda de esa justicia que es absolutamente imprescindible. Pero hay una condición adicional: que los llamados a conducir tengan un inmenso compromiso con lo recto, entendido como el principio por el cual un líder actúa y toma decisiones, una vez que ha discernido sobre los medios que está utilizando y los fines que está consiguiendo. Porque no todos los medios son éticamente admisibles ni todos los fines son irreprochables. Juan Pablo II trató con holgura este tema en su Encíclica Veritatis Splendor. Advirtió que hay males intrínsecos y que no se puede eximir de la culpa aquel que por lograr una meta deseable usa medios impropios. No es lícito hacer el mal para lograr el bien, sentencia con firmeza, hay actos irremediablemente malos, y lo son cuando afectan la dignidad de la persona humana, contradiciendo con ello la voluntad de Dios.

Martin Luther King reprochaba a los miembros de su comunidad ese talante de indiferencia y cobardía que impedía el avance de los derechos humanos y permitía tanta intimidación contra aquellos que esgrimían como arma la desobediencia y la no violencia. Se quejaba de la tibiez de los que debían compartir con él sus afanes. “En medio de las injusticias palmarias infligidas al negro, -decía- he visto a los ministros de la religión blancos permanecer al margen mientras formulaban frases piadosas que no hacían al caso y trivialidades mojigatas. En medio de la grandiosa contienda sostenida por librar a nuestra nación de la injusticia racial y económica, he oído a muchos ministros decir: “Son estos problemas sociales con los que el Evangelio no está realmente relacionado.” Y he observado cómo varias iglesias se consagran a una religión perteneciente desde todo punto de vista a un mundo distinto al nuestro; una religión que discrimina curiosamente, de modo antibíblico, entre el cuerpo y el alma, lo sagrado y lo laico”.

No hay peor condición moral que la evitación. El hacerse los locos refugiándose en el falso dios que acoge a los pusilánimes. El abstenerse de asumir el inmenso compromiso de ser sal de la tierra y luz del mundo para nuestro entorno familiar, laboral y social. El evitar tomar decisiones en aras de la justicia y del bien común porque nos cuesta arbitrar entre lo bueno que no nos gusta y lo malo que nos atrae. El dejar que sea el caos y el desorden el que terminen configurando nuestros mundos, mientras nosotros no arriesgamos una pizca de nuestra reputación o nuestros afectos. San Agustín cita a Virgilio para resaltar las obligaciones del que dirige: “Tú, romano, recuerda tu misión al regir  los pueblos con tu mando. Éstas serán tus artes: imponer leyes de paz, conceder tu favor a los humildes y abatir combatiendo a los soberbios”. Exige por tanto una disposición activa a mantener el quicio dentro de los afanes de la justicia y el frágil logro de la dignidad humana, siempre impugnada por la fuerza y por la maldad.

Es un despropósito encender una lámpara para esconderla. A los ojos de Jesús no hay peor crimen que ese derroche de un talento de los que tienen con qué y no se atreven. Los líderes tienen un mandato que los obliga a no guardar silencio y a velar por la preeminencia del bien, aun cuando duden y tengan miedo, porque cuando no lo hacen, ni contribuyen a la obra de Dios ni a la mejora de la gente que se les ha encomendado. Ser sal y luz de la buena se aprecia en términos de bienestar, felicidad y paz percibida por los que nos rodean. No asumir nuestra responsabilidad se observa en términos de división y fracturas. En esto consiste el testimonio de un dirigente, en hacer todo lo posible para que la esperanza no desaparezca, ni se impugne definitivamente la posibilidad de la convivencia sin violencia y sin que cada uno reciba lo que merece en mérito de sus logros y desempeño.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

 

 

 

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