por Víctor Maldonado C.
“Muero porque no muero…”
Teresa de Jesús
Mente sana en cuerpo sano. Y viceversa. No caigamos en la anécdota fácil. En Venezuela estamos sufriendo algo más que un absceso en la forma de gobernar. Los resultados están a la vista, como síntomas claros y precisos de que algo no estamos haciendo tan bien. Cualquiera que sea el ámbito que analicemos, la sensación es siempre la misma, que no sirve, no funciona, o que la gangrena de la corrupción se está extendiendo hasta hacer simbiosis con el cinismo y el desparpajo. No es normal que mientras el crecimiento de América Latina sea una constante, nosotros nos estemos debatiendo entre el estancamiento y la recesión. Tampoco resulta alentador que entre nosotros convivan viejas pandemias como la tuberculosis o la malaria, cuando han podido ser erradicadas en el resto del continente. Es contraproducente que por segundo año consecutivo tengamos que vivir en las penumbras de un racionamiento eléctrico cuyos únicos culpables, a juicio del gobierno, somos nosotros mismos, acusados de derroche y falta de conciencia revolucionaria. Tampoco es una condición saludable el tener que lidiar con una inflación febril que no hay forma de normalizar en rangos que permitan ahorro e inversión.
Otro síntoma de degradación es la “normal” masacre carcelaria, y la disposición que tienen los reos de armas y municiones para organizar las guerras internas a las que nos tienen acostumbrados. Y que desde allí ellos organicen extorsiones, secuestros, sicariatos y otras felonías que tienen al resto en vilo permanente. No es por supuesto aceptable que el poder judicial acumule retardos que transforman crímenes en situaciones injustas, y que al mismo tiempo el flamante ministro del ramo no encuentre la forma de garantizar los derechos humanos de la población penitenciaria.
Malo también es que la empresa petrolera del Estado este siendo saqueada y sacada de quicio, o que las empresas básicas estén siendo desvalijadas por mafias que mientras cometen sus tropelías asesinan a dirigentes sindicales, que en Guayana, ejercen una de las actividades más peligrosas del país. Otro indicador de esta enfermedad autoinmune es la cifra francamente desproporcionada de crímenes y ajusticiamientos que acumulamos en los últimos trece años sin que haya bastado todo ese tiempo para superar varios intentos diagnósticos que al final se estrellan contra la pretensión siempre fallida de hallar una vía revolucionaria y socialista para enfrentar el delito. No puede estar sano un cuerpo social que convive con una realidad en la que abundan presos políticos y personalísimos del presidente, quien también se ufana de haber provocado el exilio de dirigentes políticos, empresarios, estudiantes, mujeres y niños que no encontraron otra salida al acoso y a la desproporción de una amenaza televisiva, de manera directa o por interpuesta persona, como regularmente pasa en un aberrante programa que transmiten por el canal oficial.
Algo malo tiene que estar ocurriendo si los discursos parlamentarios son los que profieren Cilia, Iris y Carlos, quienes al alimón se burlan de la Constitución y ofenden al país. Solo una enfermedad como esta provoca que la radio y la televisión del parlamento sean comandadas por Cilia a su favor y en contra de todo el mundo, y que con el presupuesto nacional se paguen ofensas, insultos, mentiras y provocaciones. Sabemos que no es la única versión de lo mismo, pero sí es mal síntoma esa guerrilla-gavilla comunicacional institucionalizada.
Que un gobierno no pueda asumir las consecuencias de sus propios actos, y que cuando todo le sale mal salga apresuradamente a buscar culpables y organizar procesos en contra de gente honesta y buena no puede representar otra cosa que una fase terminal. Dicen que Stalin murió un poco antes de organizar la última de sus purgas, y que con el último de sus suspiros comenzaron los ajustes de cuenta entre los que eran su entorno más cercano. Algo similar se está tumorando, todavía no se ve, pero se siente en cada grito destemplado de “patria o muerte” mutando progresivamente desde el entusiasmo al miedo sumiso y domesticado de los que juegan a la lotería gubernamental sabiendo que no es sostenible por mucho tiempo.
Y la persistente anemia de realizaciones. Ni casas, ni puentes, ni nuevos puestos de trabajo, ni empresas sociales exitosas. Nada que pueda demostrar con orgullo como “hecho en socialismo”. Nada que pueda exhibir como el avizorar una tierra mil veces prometida. Ninguna otra cosa que el consuelo del agónico que tiene la inconsciencia de pensar en un mañana que se le negará. Y la paranoia del que se siente perdido pero que antes quiere arrebatar. ¿Quién se puede preocupar de otra cosa que de esta enfermedad?
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