por: Víctor Maldonado C.
A nadie le importa. Esa podría ser la gran consigna nacional. Y la mejor ventaja del tirano. A nadie le interesa mientras no sea el involucrado y el comprometido. Puede ser el vecino, y nada. El colega tampoco es razón suficiente para movilizarse. Somos convenientemente ciegos, no olemos nada si se trata de las barbas del vecino. Puede oler a chamusquina, pueden picar los ojos por la humareda, y sin embargo la reacción general será voltear, aguantar incluso la respiración, hacer un comentario banal, sobre el calor que está haciendo o el cambio climático. Todo vale, siempre y cuando elaboremos y mantengamos impoluto ese nicho psicológico que nos resguarda de cualquier cosa que pueda perturbarnos. Una soledad multitudinaria.
La tribuna es una posición privilegiada. Como los viejitos jubilados de los Muppets (Statler y Waldorf), desde allí se puede hacer filosofía de la vida. Con vista de excepción, a veces practican la empatía. Otras oportunidades, la crítica mordaz. Los menos, la conmiseración. Abajo, en la cancha de la vida, algunos apostamos al testimonio. Me ha tocado vivir una época en la que las distancias no se acortan. Estamos más lejos que nunca de la suerte del prójimo. Y muy distraídos tratando de entender el argumento de esta telenovela donde todos son malvados y en la que los días aplastan el ayer. La compasión es un suspiro y un momento de mala conciencia. Y ya. La solidaridad y el compromiso pasaron de moda y ya no son aplicables. Nos perdimos en las multitudes y no entendimos que es la misma soledad disfrazada de pescueceo masivo.
En algún momento comenzó mi despedida. Supe que era irreversible. Lo que nunca imaginé fue su futilidad. Presentía la muerte en cada gramo que perdía y en cada nuevo hueso que se insinuaba. Me declararon loco. Una medida administrativa decidida por la soberbia. El destierro comenzó cuando me arrebataron del alma la palabra “mío”. Me dejaron sin nada que tuviera ese sentido. Me dejaron sin pronombres posesivos. Sin la posibilidad de dejar un legado. Intenté labrar en tierra buena, y cuando abrí los ojos todo era abrojos. Aquí cualquiera jura en vano. Aquí cualquiera resuelve un dilema anunciando que era jodiendo. “Era echando broma; no era en serio mi pana”. Yo me consumía entre una conspiración de espaldas y batas blancas que escondían mis verdugos. Ellos me vieron morir creyendo que todo era una farsa. Batas blancas y corazones negros. Las espaldas no tienen cara, a menos que…
Si las ideas son imbatibles, entonces yo no he muerto todavía. Un terreno se vuelve un principio cuando son la excusa para defender la libertad. Una casa solo tiene sentido si allí se aloja la dignidad. Yo no quiero ser legado de cobardía. Hubiese sido más fácil olvidarme de todo y doblegarme. Prefiero deshacerme en una protesta silenciosa hasta que no quede de mí sino una acusación directa a la crueldad de esta tiranía. Aquí yace aquel que fue dejado morir poco a poco, gramo a gramo, inmolado al dios de la arrogancia. Un dios cobarde. Dicen que su estatua, perdida entre los vericuetos de nuestra propia historia, lo muestra indiferente a la suerte del mundo que está a sus pies. Tanta jactancia le evitó la conmoción de la muerte. Una más que se le presentaba como ocasión para la indiferencia. «Tu arrogancia te engañó, y la soberbia de tu corazón. Tú que habitas en cavernas de peñas, que tiene la altura del monte, aunque alces como águila tu nido, de allí te haré descender, dice Jehová». Todo es cuestión de tiempo para que nos igualemos en el rigor de las diferencias. Yo del lado de los libres. Tú condenado a cargar las cadenas que ordenaste para mí. Ambos dando la batalla para postergar el olvido. Te recordaran por tu crueldad, no te preocupes. Serás una enseña más del miedo, y una razón para suplicar que “nunca más…”
La libertad es de las pocas cosas que se enseñan viviéndola. Como el amor y la justicia. Se convierte en el legado de los hijos y en una forma de contarte a tus nietos, que tal vez me sueñen como ave indómita o caballo brioso. No tendré cara pero seré virtud. Y tal vez imagen de coraje, gramo a gramo esgrimido como el testimonio de que vale la pena consumirse diciendo que solo la muerte me podría hacer más libre que ahora, cuando combato para exigir mis derechos. Me quitaron todo. Mis tierras, mi casa, y hasta mi cordura. Pero no pudieron con mi decisión de transformarme en una denuncia contra el odio y la indiferencia. Ya no tengo miedo. Miro de frente y exhibo el esqueleto que voy siendo. Que libre me siento cuando yo mismo soy la protesta que se consume exigiendo justicia. Una justicia que no va a llegar a tiempo. Que libre soy sabiéndolo mientras la conspiración de espaldas transcurre como cualquier velorio de los nuestros…
e-mail: victormaldonadoc@gmail.com