Hay un prejuicio venezolano muy extendido que nos define como pacíficos. Sin embargo, el día a día nos va acumulando evidencias de que somos capaces de infligir daño a otras personas. Baste recordar que son cerca de veinte mil asesinatos anuales y que se acumulan 160 mil homicidios en los últimos diez años, la mayor parte de ellos realizados con impunidad y sin que le importe a nadie. No hay demasiado escándalo social, tal vez por los efectos de la costumbre, y el gobierno puede esquivar con relativa tranquilidad las culpas que pueda tener al respecto.
Es tan irrelevante el tema que Chávez puede decir que toda esa monserga es parte de la conspiración del imperio o una conjura de los medios de comunicación. Y el ministro del ramo repetir hasta la nausea que todos esos muertos son inventos, y que lo que vivimos es nada más que una crisis de sensaciones. Lo dicen, y no pasa nada. Nadie reacciona.
Pero la realidad indica otra cosa, porque no hay forma de ocultar que el fin de semana pasado aparecieron tres cadáveres en la Cota Mil de Caracas, al parecer producto de ejecuciones sumarias realizadas por un colectivo que opera en el oeste de Caracas. No han sido los primeros, y me temo que esa práctica no va a concluir. Mientras escribo este texto, en Lídice van por la tercera noche de terror, con una policía que infructuosamente intenta atrapar a los que dirigieron el asalto y posterior exterminio. Con el sol todo vuelve a esa normalidad tan patética, como si no hubiese ocurrido nada. Como si fuera posible pasar la página hasta el siguiente ocaso.
Empero, la violencia no tiene un único formato, ni siempre es tan atroz. Recientemente tuve la oportunidad de pasear por Morrocoy. Su parque nacional invita al solaz de las familias y ese contacto con la naturaleza que a veces vale la pena intentar. Salimos en una lancha advertidos por los baquianos que “llegado el momento debíamos huir de la guerra de decibeles”. Al principio me costó entenderlo hasta que lo viví. Imagínese usted por un momento el vaivén de las olas y la brisa que silba mientras los niños intentan descubrir lo que hay debajo del agua. Ese contacto con el silencio que a veces nos confunde y nos hace ver la sombra de Dios en los reflejos azules de nuestro mar. Hasta que al frente se ancla un yate, dos o tres personas, o diez, no importa, que le imponen al resto su música, propagada a través de cornetas y volumen que servirían para animar una manifestación de miles de concurrentes. Llegan, lo hacen, y no conceden consideración al otro. Impera la ley del más fuerte y del más atrevido. Al fin y al cabo violencia no es otra cosa que esa capacidad que unos tienen de imponer unilateralmente y por la fuerza sus propias reglas del juego a los demás, que se dejan. Y se dejan porque el cálculo de cualquier otra conducta les indica que enfrentar el acto violento puede resultar perturbadoramente costoso. Ustedes dirán si eso no ocurre con las fiestas que se prolongan en el salón de fiestas del edificio, las azarosas compañías que nos tocan en las playas, y en general, en casi cualquier exposición en sitios públicos. Siempre hay otro que impone por la fuerza su real gana. Y el resto pasa la dentera. Al regreso del viaje tuve la oportunidad de acumular más evidencias. Cualquier retardo, cualquier cola es aprovechada por algunos para tomar el atajo de las islas centrales de la autopista, e incluso atreverse a la peligrosa aventura de ir contra ruta por la vía contraria. No uno, sino docenas de intentos. El resto mirábamos atónitos que estos vivos acumulaban sus vehículos en la punta de la cola e intentaban coleárseles al resto. Y lo lograban, además de aportar esa sensación de caos que siempre precede a la descomposición total.
Todas estas experiencias tienen un común denominador en la impunidad. Todo esto puede ocurrir porque no hay gobierno que esté en la capacidad de imponer las reglas de la justicia. No hay reglas, y por lo tanto la conducta social está sometida a la más brutal condición, la que es capaz de instaurarse por la fuerza. Y es así en cada una de nuestras experiencias cotidianas. En las calles cuando ocurre un arrebatón. En nuestras noches cuando se producen secuestros. En nuestros barrios cuando un colectivo se da a la insoportable tarea del exterminio. Y también cuando un funcionario cualquiera invade, destruye y se apropia de la propiedad privada, como ocurre con los pequeños comerciantes de Catia. Es la misma violencia presentando tantas caras como le es permitida. Hannah Arendt dijo al respecto que esa violencia ocurre cuando no hay gobierno, y el poder se va transformando en terror al ir aniquilando cualquier oposición a la propia voluntad. Se permite porque los muchos están atomizados y desorganizados. Como si hubiese vivido en nuestra Venezuela del siglo XXI, la autora da en el clavo en las razones de esa violencia cotidiana que se nos impone como un aguacero desgarrador.
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