V. Maldonado: Cuestión de principios

por: Víctor Maldonado C.

El poder es una vaina que enreda y corrompe. Por eso hay que asumirlo dosificadamente y por un tiempo limitado. Cualquier otra posibilidad deviene en tiranía y termina envileciendo el acto de dirigir a otros. Al respecto nadie se ha llamado a engaños. A esa capacidad hay que mantenerla controlada, y de eso se encarga la institucionalidad desde donde se ejerce el poder, porque no hay dudas de que los hombres acostumbran a esquivar la virtud en cuanto se consideran inmunes al castigo. Y en este aspecto, no hay hombres mejores.

En la República de Platón el filósofo hace decir a Glaucón que “no habría nadie tan íntegro que perseverara firmemente en la justicia y soportara el abstenerse de los bienes ajenos, sin tocarlos, cuando podría tanto apoderarse impunemente de lo que quisiera del mercado, como al entrar en las casas, acostarse con la mujer que prefiriera, y tanto matar a unos, como librar de las cadenas a otros, según su voluntad, y hacer todo como si fuera igual a un dios entre los hombres. En esto un hombre justo no haría nada diferente del injusto, sino que ambos marcharían por el mismo camino”. Que al final se haga así o no, dependerá de cuan exigentes sean las reglas y las rutinas organizacionales y cuanta capacidad tengan ellas para defenderse de la tentación perenne de perpetuar un mandato que al inicio siempre es otorgado por un tiempo determinado.

El problema está entonces en la debilidad de nuestras instituciones. La verdadera razón por la que terminamos arrebatados por este huracán de arcaísmos que encarna el líder del proceso revolucionario es que muy pocas de nuestras frágiles expresiones  de comunidad política (llámese país, gremio empresarial, sindicato o asociación de vecinos) ha sido capaz de garantizar la legitimidad de sus propias disposiciones y acuerdos, y por lo tanto una tras otra se han dejado arrebatar la soberanía colectiva por cuenta del discurso y capacidad de movilización de aquel que se cree imprescindible. Lo malo se pega, y en medio de este borrascoso mar de caudillitos y caudillajes se pueden apreciar dos arreglos que nos hacen las víctimas propicias de lo que nos está ocurriendo: las reelecciones, y el desprecio que nos provoca las reglas y las rutinas institucionales. Por esas razones cualquiera se lleva en el bolsillo un esfuerzo colectivo. Y porque a nosotros no nos importa darle el reconocimiento social que ningún usurpador merece.

El signo de nuestra decadencia como comunidad política es que la reelección está de moda, aunque sepamos que todos los argumentos que se esgriman para fundamentarla sean pueriles e incluso repugnantes. La necesidad de mantenerse al frente porque el período original no alcanza para concluir el proyecto, que siempre está en el discurso que la justifica,  siempre esconde la criminal comodidad de la mayoría,  la banalidad con la que tratamos nuestros propios acuerdos, y los grados de libertad moral con los que juegan nuestros líderes. Nadie es imprescindible, y los proyectos son una desgracia cuando dependen de una persona y no responden a la lógica de un equipo organizado para la consecución de un fin. La verdad es que nuestra tragedia tiene que ver con esta odisea infernal del poder y sus signos, transformados rápidamente en una forma de vida, en un fin en sí mismo, y no en un medio para lograr bienestar y desarrollo. Nuestra desgracia es la impudicia y el cinismo con la que tratamos convenciones y costumbres, a las que estamos dispuestos a arrasar, eso sí, invocando el progreso y el cambio, aludiendo a una supuesta revolución, pero cayendo en la tajante contradicción que supone decir que se quiere el bien mientras se practica la corrosión de las instituciones.

Chávez es un fiel espejo de nuestra peor cara social. Líderes enquistados, o cayendo presas de la tentación de permanecer, sin caer en cuenta de que ellos tienen en sus manos toda la suerte de la república, que es asesinada cada vez que en el altar del despotismo cotidiano se inmola la decencia y la trayectoria de una institución. Un hombre bueno al menos debería tener los arrestos para cumplir su período y renunciar a cualquier posibilidad de perpetuarse en el poder. Pero hay pocos que se resistan, y lo peor es que en el camino van vendiendo una y otra vez su alma al diablo a cambio de un poquito más de tiempo.

Platón insiste en que los resultados no pueden atribuirse a la integridad de nadie. Tal vez tenga razón, pero me gustaría pensar que esa debilidad innata del individuo de alguna manera se puede compensar con ese capital social que es tan difícil de atajar, pero que uno aprecia cada vez que alguien exige respeto a la tradición y acatamiento a la inmanencia de las costumbres. Porque no todo vale.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

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