Rosario Orellana: Aquel 4F

El relato que reproducimos a continuación, escrito Rosario Orellana -abogada e internacionalista circuló- por las redes en abril de 2020. Hasta ese momento permanecía en el misterio, al menos para el público, el nombre del civil invitado por el General Santeliz al carro que recogió al golpista Chávez agazapado en el Museo Militar lejos de la refriega, y lo condujo a Fuerte Tiuna. 

Por Rosario Orellana

El Canciller Armando Durán había acompañado al Presidente de la República Carlos Andrés Pérez a la reunión anual en Davoz, Suiza, y seguidamente había emprendido gestiones en otro país europeo, así que el Presidente estaba regresando pero yo continuaba Encargada de la Cancillería, donde servía como Directora General o Vicecanciller, funciones que en aquellos tiempos las ejercía una sola persona en lugar de las varias actuales.

Al retirarme con dos cercanas colaboradoras, miré el reloj en la puerta de la Cancillería e hice un comentario sobre la hora a ambas diplomáticas. El reloj marcaba las 11.20 p.m. o 20 para las 12.

En el trayecto a casa, el carro oficial pasó bastante cerca de La Carlota, por su costado sur, sin anomalía notoria alguna, pero cuando entré en mi apartamento ya el teléfono sonaba: me alertaba una de las diplomáticas de confianza, con quienes había estado trabajando hasta poco antes, teniendo ella desde su casa vista directa sobre La Carlota. Asomada a mi ventanal escuché el distante fragor y vi los destellos causados por el accionar de las armas.

Por radio requerí a los ocupantes del automóvil oficial que regresaran a buscarme, cuando justo estaban entrando al estacionamiento del ministerio. Mientras llegaban, continué procurando información mediante el sistema telefónico interministerial. Sólo en La Casona atendieron, un Capitán de Navío si bien recuerdo, me aseguró que ya era poco lo que podían resistir.

Tiempo después, en una de mis frecuentes visitas al presidente Pérez en La Ahumada, cuando cumplía casa por cárcel, estábamos en el corredor en vez de en la oficina, que era lo usual. Doña Blanca se acercó con un papel en la mano y explicó que el oficial que el 4F le había propuesto rendirse en La Casona, acudía a ella porque su declaración sobre el incidente en medios de comunicación le estaba obstaculizando el ascenso. Haciendo gala de su nobleza, dijo no querer perjudicarlo por lo cual haría la gestión que le estaba pidiendo, mencionándola.

Alrededor de una hora había transcurrido desde mi salida de la Cancillería cuando estaba de vuelta en la avenida Bolívar. El funcionario de seguridad, insistió en la imposibilidad de llegar a Miraflores por lo que me fui al sitio bajo mi responsabilidad, la Cancillería. Bien pronto se me unieron la Jefe de Prensa y un diplomático, colaborador y amigo. Además de mi también buen amigo Manuel Felipe Sierra, entonces asesor del Canciller Durán, una decena de funcionarios diplomáticos se ofrecieron para venir a ayudar. Carecía de sentido arriesgarlos en aquel momento de incertidumbre, pues la actividad se concentraba en intentar seguir la evolución de la situación, mientras atendíamos llamadas locales y de distante procedencia diversa, incluidas las de bastantes Cancilleres de países amigos. Varios ministros llamaron, en general tan desinformados como yo, hasta que el Presidente habló desde Venevisión.

En algún momento de la madrugada, ya controlada la situación, a sugerencia de Manuel Felipe llamé al presidente Caldera y le propuse enviar un mensaje televisado al país. Lo encontré evasivo. Equivocadamente lo atribuí a que ya Eduardo Fernández lo había hecho. Pedí a Reinaldo Figueredo quien acompañaba a CAP en el entonces llamado canal de la colina y con quien yo estaba en contacto, que se comunicara con Rafael Caldera para enviarle las cámaras pero ello no se concretó.

Había acordado con el Director de Fronteras, Vicealmirante José Velazco Collazo, que él se trasladase a Fuerte Tiuna, para desde allá mantenerme informada. Durante un buen rato perdimos comunicación porque fueron sometidos y apresados. Cuando Fuerte Tiuna fue recuperado, quedamos en que me avisaría la salida para Miraflores del Ministro de la Defensa, Fernando Ochoa, quien se suponía que saldría antes que el presidente para esperarlo en Miraflores.

La información de Fuerte Tiuna demoraba y enterada de que el Presidente estaba saliendo desde Venevisión, caminé los pocos metros de distancia entre la puerta de la Cancillería que da a la Avenida Urdaneta y Miraflores. Apenas salía de la oficina que ocupaba en el tercer piso, funcionarios de seguridad me notificaron que habría de ponerme un chaleco antibalas, el cual trajeron a la puerta cuando estaba por poner pie en la calle y que me retiré en la esquina por injustificado. Dominaba el silencio, la oscuridad y la muy divulgada imagen de una tanqueta encaramada torpe y grotesca en los escalones de acceso a Palacio Blanco. Entré al área de Miraflores por donde lo habían hecho antes los golpistas asaltantes en intimidantes tanquetas, con las cuales habían convertido en una mueca de hierro la reja de acceso adyacente a la acera. Algo más allá, ante la puerta de la edificación reservada al Presidente, otra tanqueta inmóvil acusaba el desconcierto y convocaba a gritar contra esa delincuencia erigida en juez supremo que utiliza la fuerza de las armas confiadas a su cuidado para pretender usurpar la conducción del país.

Adentro encontré alrededor de media docena de recién llegados, incluido el Presidente, fundamentalmente civiles. De boca de algunos de los actores, supe que Miraflores fue defendido apenas por 16 personas entre civiles y militares, acostados sobre el piso en el corredor adyacente al área de Casa Militar, ubicado patio/jardín de por medio, frente al corredor adonde desembocaron los golpistas asaltantes, al atravesar la salita ubicada enseguida de la puerta reservada al Presidente. Adjunto al corredor del lado norte que une los otros dos mencionados, está lo que se conocía como Salón de los Espejos y que vaya usted a saber cómo lo llaman ahora en la infructuosa maniobra de cambiar el nombre a cuanta cosa existía para reinventar el pasado y hacer creer que todo nació con ellos, los criminales que todavía detentan el poder. A falta de conocer cómo fue renombrado cada espacio, utilizo las denominaciones respetadas hasta entonces. El Salón de los Espejos se comunica por su lado oeste con un espacio de acceso restringido que es la Sala de Edecanes o antesala del Despacho Presidencial, adonde también se llega desde la salita que sigue a la puerta reservada al Presidente, esa utilizada por los golpistas. Los impactos y perforaciones eran visibles por todos lados. Recogí algunas de las numerosas conchas de proyectiles que conservo y las observaba en mi mano, preguntándome si la porción que ya no estaba, habría acabado o lesionado una vida útil, perforado una obra de arte o solo dañado alguna pared.

Inicialmente el Ministro de la Defensa se instaló en la oficina de la Ministra de la Secretaría, Beatrice Rangel, quien también había continuado gestiones en Europa con el Canciller, hasta que el Presidente lo requirió en su despacho. En algún momento, se comenzó a llamar por varios teléfonos al Museo Militar a objeto de que el Ministro de la Defensa conminase al cabecilla protegido allí, evadiendo participar en las operaciones golpistas, a rendirse notificándole que tenía 10 minutos para hacerlo o sería bombardeado. La llamada se logró desde la Sala de Edecanes donde me encontraba con muy pocas personas pero por un número que no podía transferirse a la oficina del Presidente por lo que Ochoa tuvo que salir a hablar con el golpista por uno de los teléfonos ubicados sobre el escritorio dispuesto para el Edecán que estuviese de guardia.

Sus palabras me parecieron una condescendiente reprimenda a un hijo que hizo una travesura. Ríndete, le decía en tono paternal, ya no tienes nada que hacer, los demás ya se rindieron, sólo quedas tú….No, yo no puedo ir a buscarte porque yo soy el Ministro de la Defensa…..Pero te puedo mandar a buscar con un General…Le propuso: te puedo mandar a buscar con el General Santeliz ¿qué te parece? …De pie, a un costado del mismo escritorio, el aludido, muy erguido, escuchaba atento. He contrastado este registro de mi memoria con otro de los allí presentes, sin hallar contradicciones. El ministro Ochoa retornó al adyacente despacho del Presidente y el General Santeliz salió raudo. A los pocos minutos se percibió el sobrevuelo de aviones, anunciado en la llamada, se dijo que en demostración de la seriedad de la amenaza. El trayecto a Fuerte Tiuna pareció larguísimo. Por fin ahí, el ministro Ochoa consultó al Presidente la propuesta de hacerlo aparecer en televisión confirmando su rendición y también se mencionó que para salirle al paso a cualquier brote golpista adicional. El Presidente autorizó la propuesta pero precisó que lo grabaran, que NO apareciera en vivo. Desde luego que se refería a cuidar el mensaje del rendido golpista a ser divulgado, no a la tecnología a utilizar. Creo recordar pero sin poder asegurarlo, que las instrucciones presidenciales incluyeron que el entonces fracasado conspirador apareciera despojado de su uniforme, es decir, con ropa diferente.

Sin embargo, en vivo apareció una figura hasta entonces desconocida, sin una arruga en su uniforme -pues en el Museo Militar no hubo refriega alguna-, al lado del Vicealmirante Daniels en su condición de Inspector General de las Fuerzas Armadas, fallecido en julio de 2019, con quien dialogué varias veces sobre aquellas horas, notoriamente más bajo que el conspirador y con evidentes efectos de una larga, angustiosa y convulsionada noche. La última de aquellas lejanas conversaciones sobre el tema fue casual al encontrarnos al amanecer caminando sobre la autopista del este con ocasión de la pernocta que una vez tuvo lugar en esa arteria vial. Elías culminó diciéndome que no eran tiempos para divulgar precisiones sobre algunos aspectos de lo ocurrido. Aquella imagen en la pantalla y el “por ahora” retumbó largo tiempo, al menos en mí.

Por años reproché al General Ochoa haberse saltado la precisa y clara instrucción del Presidente. Su respuesta fue siempre que no daba tiempo de grabarlo porque ocho guarniciones más estaban por alzarse y que él le fue leal al Presidente. También mi réplica fue reiterativa: la lealtad que le debías como uno de sus ministros, siendo él además Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, entrañable amigo de tu papá, por añadidura, te obligaba a acatar sus indicaciones, una vez que lo hubieses puesto en conocimiento de esa información, de ser verdad lo que me dices. De cualquier manera,  la decisión era suya y no tuya. A ti te correspondía ejecutarla. En uno de los tantos diálogos con Ochoa exministro de la Defensa y ex Canciller, en el curso de cerca de dos décadas, éste me mencionó que el presidente Caldera, entonces en ejercicio, lo había consultado mediante llamada telefónica a México, sobre el sobreseimiento a los conspiradores. Al tanto, desde el mismo año 1992 de su opinión sobre lo que debía hacerse con “esos muchachos”, ni me dijo ni le pregunté su respuesta a la consulta.

A mediados del 92 volví a Miraflores, esa vez como Viceministra de la Secretaría de la Presidencia, ocupando la misma oficina cercana al salón del Consejo de Ministros en la que había trabajado los primeros meses de aquel gobierno, en calidad de asesora de Reinaldo Figueredo, Ministro de la Secretaría de la Presidencia y que en 1989 una placa en la puerta identificaba como Oficina Privada del Ministro de la Secretaría. En la conversación en la que me hizo la propuesta de asumir aquella responsabilidad, CAP especificó: es para que trabajes directamente conmigo. El General Ochoa, Canciller para el momento, trató de convencerme de apoyarlo ante el Presidente para perdonar «esos muchachos» – Le contestaba que de ser cierta la influencia en el Presidente que erróneamente me atribuía, sería lo último que haría porque, a mi entender, entre las raíces de nuestros males estaba –está- nuestra inclinación a la impunidad. Fernando insistía: tú conoces la Cancillería pero yo conozco las Fuerzas Armadas. Es la manera de apaciguarlas, hay que hacerlo, hay que calmar las cosas, enfatizaba.

Avanzado el mes de mayo de 1993, despedí en mi casa a la Embajadora de Bolivia Lidia Gueiler Tejada, expresidente de su país, muy amiga del Presidente Pérez. Como se estila, ella seleccionó la corta lista de invitados, incluyendo al propio CAP y al todavía Canciller, General Ochoa. Transcurría para Carlos Andrés Pérez el breve lapso fuera ya de Miraflores pero todavía en La Casona. Fue el primero en llegar, lo percibí inquieto y nervioso como en ningún otro de los difíciles momentos en los que estuve a su lado. Prefirió tomar únicamente agua, expresando “vine solo a saludar a Lidia y me voy”. Llegaron los demás invitados y quizá se sintió cómodo entre tan pocos convocados y, de algún modo cercanos a él, el caso es que comió y tomó normalmente y se quedó hasta el final. Retirada la homenajeada y otros asistentes, coincidimos de pie hablando en medio del salón, el General Canciller, el ya sustituido presidente en forma provisional por Octavio Lepage en su condición de Presidente del Congreso Nacional y yo. No recuerdo cómo se inició el tema, pero CAP y Ochoa empezaron  a rememorar paso a paso aquella singular noche, desde que el Presidente salió del avión hasta que bajó del automóvil en La Casona. Hallé curioso que no lo hubiesen hecho hasta entonces. Al final, Fernando Ochoa le dijo a la otra parte de aquel relato a dúo: Y usted creyó que yo estaba metido en eso, CAP contestó no sea tonto, si usted fue quien me avisó a La Casona, pero usted lo mandó a buscar con un general que usted sabía que sí estaba metido. Sonriendo, Ochoa preguntó ¿Santeliz? El presidente que ya no era, respondió: ese mismo y en el camino recogieron un civil y demoraron del Museo Militar a Fuerte Tiuna lo necesario para destruir todos los documentos que comprometían a los civiles involucrados [1]. En más de una ocasión, otra de las personas presentes y yo, comentamos el detallado relato. Desconozco si hubo algún cambio posterior en el parecer expresado esa noche por el presidente Pérez.

Volviendo al frustrado golpe el 4F, una vez de día bastante gente circulaba por los corredores de Miraflores entre cables de cámaras y micrófonos. Requeridas unas, espontáneas otras, las declaraciones se sucedían sin cesar. Es difícil precisar la hora de cada incidente pues todo aquello causaba una sensación extraña. Después del Consejo de Ministros me fui a la Cancillería. Por la avenida Urdaneta, en sentido contrario venía una multitud. En la esquina, el funcionario de seguridad que me acompañaba, me señaló que debía dar vuelta a la manzana y entrar a la Cancillería por la puerta principal de Conde a Carmelitas para evadir la muchedumbre, pero lo encontré innecesario porque no parecían agresivos ni gritaban consignas, ni siquiera lucían agitados, apenas un montón de gente confundida. Ningún elemento indicaba su posición a favor o en contra de algo. Total era menos de una cuadra. Bajé de la acera y, en efecto, mientras daba los buenos días me iban abriendo paso y contestaban mi saludo.

Al final de la mañana, recibí el anuncio del tránsito del Presidente Fujimori por Maiquetía hacia Gran Bretaña aquella misma tarde y de su deseo de hablar con el Presidente Pérez, quien decidió bajar a Maiquetía para entrevistarse con él y tuvo un gesto de sorpresa ante mi disposición de acompañarlo, como correspondía. La gente de seguridad había suspendido el despegue de helicópteros desde Miraflores por estimar que el sitio dispuesto para ello frente al oeste de la ciudad, era vulnerable y, en consecuencia, el Presidente me instruyó encontrarnos en La Carlota (Base Miranda) a las tres o cuatro de la tarde. Ese episodio fue, también, muy peculiar. Aunque en la Base hubo movimientos anormales hasta alrededor del mediodía, en la entrada interrumpida por una cadena casi a ras del suelo y flanqueada por una muy pequeña construcción de un piso, poco más que un cubículo, muy diferente a la edificación actual, los escasos soldados a cargo opusieron algo de resistencia a la entrada del carro oficial con placa común que yo prefería utilizar.

Cuando caminamos hacia el helicóptero, la única protección en tierra, eran cuatro guardias civiles, sin arma visible, ubicados cada uno como en un punto cardinal. Creo recordar que una vez a bordo, los ocupantes del helicóptero aparentemente no artillado, éramos aproximadamente una decena, incluidos el Jefe de la Casa Militar, Vicealmirante Mario Iván Carratú, el Presidente, los tres tripulantes y yo. No parecía haber siquiera un lugar específico para colocar una ametralladora que tampoco recuerdo en mano alguna. Fue impactante sobrevolar la ciudad, sin vehículos ni seres moviéndose. Parecía tan frágil aquel helicóptero solitario desplazándose hacia el oeste a baja altura encima de la ciudad quieta, mientras pensaba que el hombre que había escapado horas antes de un probable asesinato, primero en Maiquetía, luego en La Casona y, finalmente, en Miraflores, podía ser derribado junto con nosotros desde un monomotor cualquiera, con un rifle 22 o casi con una honda, china u horqueta.

En la entrevista además de los Presidentes estuvimos los entonces Canciller y embajador del Perú, y yo. Me llamó la atención la parquedad del visitante ante las palabras de CAP. Actitud muy distinta a la que había tenido en Lima antes, cuando en calidad de emisora presidencial me recibió en su despacho durante unos 20 minutos. En aquella previa oportunidad, incluso me expresó disculpas por la brevedad del encuentro, tiempo que a mí me pareció más que suficiente, explicando que tenía que atender unos actos en conmemoración a su aniversario en la presidencia. Al planteamiento que le transmití, contestó que el Presidente Pérez decidiera a su criterio y que contara con su apoyo. Con una semi sonrisa agregó que  le transmitiera agradecimiento porque siempre recordaría que había sido la primera persona en felicitarlo y desde Chochabamba, Bolivia, el día de su elección cuando los resultados todavía no eran oficiales. Poco después del 4F, Fujimori disolvía el Congreso, el Presidente Pérez rompía con él y el Embajador Allan Wagner, en digno gesto de compromiso democrático, renunciaba permaneciendo en Venezuela varios años. Después fue Canciller de su país y luego se desempeñó como Secretario General de la Comunidad Andina de Naciones (CAN). Lo recuerdo con afecto y respeto, a pesar de no haber tenido con él comunicación después de un contacto telefónico en diciembre de 2002 desde Washington, cuando viajamos Carlos Ayala, mi recordado y querido compañero de universidad y amigo Pedro Nikken, Asdrúbal Aguiar y yo, para hacer gestiones en forma oficiosa, por supuesto, ante los integrantes del Consejo Permanente de la OEA, en ocasión de un proyecto de Resolución presentado por la Misión Permanente de Venezuela. La Resolución CP 833 resultante de varios días de debate hasta la madrugada, modificó bastante la redacción original oficialista.

Transcurridos años luego de aquel 4F, en 1998, recibí una llamada de Fernando Ochoa desde México. Me informó que estaba renunciando a la embajada  porque, dijo: estoy dispuesto a enfrentar al candidato Chávez. Mi opinión favorable fue inmediata. Me pidió ayudarlo. La primera tarea que me solicitó fue apoyarlo para una rueda de prensa [2]. Le pregunté si iba a reconocer públicamente su cuota de responsabilidad en el asunto, pero como tantas otras veces, me contestó que no tenía responsabilidad alguna. Ello me condujo a contestarle: Entonces, yo no te puedo ayudar.

Curiosamente, con ocasión de los sucesos del 11 y siguientes días de abril de 2002, desde mi ventana complejos y de variada naturaleza, me trajeron al presente aquel 4F, precisamente en la voz de Fernando Ochoa.   El 2 de mayo de 2002, en el marco del Foro Libertador organizamos un evento para analizar la Resolución RES. 811 (1315/02) del Consejo Permanente de la OEA, primera de las múltiples dedicadas desde entonces al caso venezolano, titulada «Apoyo a la Democracia Venezolana». Resultó coincidente con la interpelación a algunos de los más resaltantes protagonistas de abril 02 por la Asamblea Nacional.  Al culminar los ponentes en la agenda nuestras presentaciones, ceñidos al tiempo pautado, el presidente del Foro dio la palabra a Fernando Ochoa quien comenzó afirmando que había sido requerido la noche anterior mediante una llamada a su casa y que el tema a tratar por él era la «obediencia debida», entendí que se refería a órdenes de superiores militares a sus subordinados jerárquicos. Cuando Ochoa empezó su intervención expresando que él había desobedecido al Presidente Pérez en 1992, siendo su Ministro de la Defensa, creí que por fin explicaría en público aquella decisión suya, por encima de la instrucción de su Comandante en Jefe relativa a la presentación del rendido cabecilla conspirador ante los medios. Pero no, para mi sorpresa, manifestó que había desobedecido la orden del Presidente de bombardear el Museo Militar. Al concluir el acto le reproché su inexacta afirmación porque la orden del ultimátum sí la cumplió y porque estoy de acuerdo con Fernando en que hay una sensible diferencia entre un ultimátum y una orden de bombardear sin previo aviso. Le pedí no repetir en público tal aseveración para no tener yo que hacer lo propio.

Para empezar, sin acudir a conocimientos militares que no tengo, para mí el ultimátum configura un alerta, manifiesta inquietud para y por los llamados “daños colaterales” [3] y el ánimo de evitarlos, los cuales en el caso específico abarcarían potencialmente civiles e incluso tropa que pudiese haber estado en el Museo Militar involuntariamente, en tanto que una orden de bombardeo sin previo aviso, hubiese implicado indiferencia del supuesto ordenante Carlos Andrés Pérez con relación a potenciales víctimas inocentes.

Mucho después, Fernando me regaló su libro Así se rindió Chávez, hasta hoy no me he animado a leerlo. Quizá ahora lo haga.

El 4F culminó, como ocurre con cualquier otro día pero no así sus repercusiones, que aun estamos viviendo.

Notas:

[1] En esa ocasión ninguno de los dos mencionó nombre alguno aunque parece probable que ambos lo tuviesen en mente, pues el único que he oído señalar desde aquellos días por diversas fuentes, es el muy recién fallecido Fernán Altuve Febres.

[2] Para la época mi actividad estaba inserta en los medios de comunicación, inicialmente en radio y luego también en un medio digital. En total permanecí unos 20 años en el sector y en ambos me desempeñé de varias maneras simultáneamente. Al retirarme, la Cámara de Radio de cuya directiva formé parte, me honró designándome Miembro Honoraria mediante Resolución de la Asamblea de ese año, en aplicación por segunda vez desde la fundación de dicha Cámara, de una cláusula estatutaria que lo contemplaba.

[3] El término “daños colaterales” se divulgó en 1991 atinente al ámbito militar, con ocasión de la llamada guerra del golfo.    

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