«Sonriendo y de pie, siempre parao…»
Ruben Blades
No fue fácil. Pasar del hosanna frenético al miedo, la duda y el silencio. Pasar de la aclamación y los milagros a esa noche en Getsemaní, donde el sueño fue la evasión perfecta. Se respiraba la traición en esa madrugada de olivos. Se presentía el acabose y el nunca más. Mejor era dormir, mientras se pensaba cómo se podía marcar distancia de esos tres años intensos.
Allí seguía Roma, invicta y prepotente. Aquí, más cerca, Herodes, que cimentaba su poder en el vasallaje ofrecido al Imperio, que por ninguna circunstancia lo iba a perturbar. Y por si acaso, Poncio Pilatos, Prefecto de Roma, seguía con sigilo la trama de la época, no fuera que el mesías anunciado se convirtiera en rebelión y desafío militar. No fue así. Más bien fue una conjura de malos entendidos y desenfrenos de bajas pasiones. Había gritado más de una vez que su reino no era de este mundo, pero por si acaso, fue apresado, negado, y ejecutado sin que les hubiera dado tiempo a pensar cómo podían honrarse todas esas ofertas de martirio y arrojo que, dentro del grupo cercano de los doce, competían para capitalizar la mirada y la bendición de una heredad que no era la que ellos suponían. Y para colmo, esa incertidumbre de cuerpo perdido, supuestamente resucitado sin que tuvieran una sola evidencia aceptable. Ver para creer, proclamó Tomas, haciéndole un tajo a la fe y degradando la esperanza a una constancia, que para colmo se hacía esperar. Qué forma tan intensa de soledad la que se padecía en aquellos días.
Cada quien arrastra su barranco. Las ciudades se han convertido en ese desasosiego de cada quién en lo suyo. Se han borrado las sonrisas y las respuestas son un «aquí» que destilan esa tristeza de cárcel, exilio y dudas. Esa pregunta parece un punzón en el pecho. Sigue allí, pero cada día que pasa parece menos relevante la respuesta. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo pudo pasar? ¿Quién mintió más? Todas ellas se combinan en un caldo espeso de decepciones en el cual nada parece posible. Ninguna otra cosa que descontar los días hasta que ocurra algo que rompa con la inercia convertida en destino irrevocable. Los viejos miran como condenados a no vivir lo suficiente. Algunos ven al resto con semblante de despedida o de rendición. Otros piden pruebas que nadie les puede dar. Tan lejana la benevolencia cuando se impone la época de «el vivo al meollo», y deja de tener sentido ser parte de algo. El abismo está allí, a la mano, esperando nuestro paso en falso, dispuesto a engullirnos, mientras el emperador sonríe.
Los niños son perspicaces. No sueñan un lejano perfecto. Temen esa huida nocturna, o que llegue esa noche en la que la despedida sea para siempre y forzada. Oyen todo y no se imaginan que ellos puedan envejecer al pié del Ávila, montaña conocida, procaz y cómplice que los hermana con todos los que fueron niños antes. La ciudad no parece contenerlos. Y la desolación, esa que ha acallado a cotorras y guacharacas que ya nadie quiere oír, les quiere imponer por la fuerza la lección de vivir al día, intentando ver más allá de las sonrisas forzadas, y acostumbrándose a esos adioses precoces que los deja sin sus mejores amigos. Se abrazan fuerte en la noche, mientras el tiempo va haciendo lo suyo en términos de resignación y olvido. Qué forma tan intensa de soledad la que se padece en estos días.
Una noche cualquiera se disiparon todas las incógnitas. Nunca se había ido. Nunca fue esa lejanía confusa que entre todos habían hilado con las fibras de la decepción y la frustración. Se reivindicó la fuerza de los que creyeron contra toda esperanza y de los que nunca dejaron de pensar que había miles de razones para seguir sonriendo y de pie. Se quedó en forma de dones, aseguró compañía para siempre, y les dejó una misión que dos mil años después continúa. ¿Quién recuerda el nombre de aquel emperador de Roma? Al parecer no sonrió de último. En eso consiste la lección y el buen augurio: Bienaventurados los que siguen de pié, sonriendo, imbatibles y disponibles para la lucha que viene. Bienvenida la esperanza que se siente cuando el Ávila nos acaricia con sus verdes, a veces adornados de nubes, en recuerdo del infinito. A nosotros también nos llegará nuestro Pentecostés.
Víctor Maldonado C
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