En algo hemos fallado. Llevamos más de quince años preguntándonos qué es esto sin ponernos de acuerdo en una definición consensual. Llegó Chávez y comenzó a contaminar la discusión con un conjunto de adjetivos que pervirtieron aun más la situación al arrimar la brasa para sus propias sardinas. Eso de «participativo y protagónico» no fue otra cosa que un par de eufemismos inventados desde la lógica que ellos tenían absolutamente clara y que nosotros nunca quisimos reconocer como tal. En todo caso todas esas calificaciones de la democracia encubren mucho más de lo que muestran. Y para colmo hemos sido oscilantemente permisivos, dependiendo de cuanto nos mojaba, en cada momento, la lluvia distributiva de la renta petrolera.
A nadie, eso sí, le parecía demasiado importante tener presente cuáles mecanismos eran sostenibles y cuales otros eran la mejor representación posible de una bacanal irresponsable a través de la cual estábamos endeudando al país y restándole oportunidades a las generaciones futuras. Una democracia tiene por lo menos la aspiración de ser responsable por el presente y por el futuro de la sociedad.
Por eso, el primer principio que debemos valorar es que la calidad de una democracia depende de la calidad de sus ciudadanos y de los valores que socialmente se compartan. Y allí está el primer problema. Tenemos una población poco comprometida con los retos de la libertad y de la democracia, pero además acostumbrada a la corrupción, a disfrutar de prebendas, confortable en las relaciones particularistas, y si el caso es que la situación no le conviene demasiado, pues rápidamente comienza a enunciar su propia gramática del destierro. Razón tenía Mario Briceño Iragorry al denunciar que la traición de los mejores era su ética del conformismo. Pero hay que ir más allá, hemos fracasado en construir una narrativa que compense los éxitos de la democracia son sus supuestos fracasos y que reconozca el logro de construir un país de modernidades en poco menos de cincuenta años. Hemos fracasado igualmente en proscribir el resentimiento que a muchos los hace presas de supuestas nostalgias.
El segundo principio que debemos relevar es que la democracia es algo más que un título, incluso algo más que una norma constitucional. Es una práctica constante de respeto y sujeción a un conjunto de instituciones dentro de las cuales las elecciones y cómo se organizan, sean tal vez el punto más significativo. Pero elecciones democráticas es algo más que organizar un día para ir a votar. Supone reglas del juego claras, transparencia, arbitraje ecuánime, equidad entre los participantes, y reconocimiento del otro, gane o pierda. Un principio básico de toda democracia es el principio mayoritario. Gobiernan los que logran construir una mayoría. Pero en ningún caso esa posición justifica ser el dueño de la verdad. Mucho menos el que puedan derogar la alternabilidad. La mayoría es un democrática si y solo si se atiene a la expectativa de un ejercicio temporal, que nunca concede el derecho a la realización definitiva de las propias metas e ideas políticas con los recursos del poder público. En ninguna caso una mayoría puede ser usada para asolar al contrincante. Tampoco para fundir todos los poderes públicos en una sola intención, en una sola voluntad, en un único desafío. Siempre forma parte de una democracia una oposición libre, no expuesta a la persecución en razón de sus propias convicciones, con posibilidades justas para exponer sus ideas y captar adherentes, y con oportunidades institucionalmente creíbles de poder alcanzar algún día la mayoría. Si estas condiciones no se cumplen a cabalidad, entonces, por más elecciones que se celebren, no estamos dentro de los cabales de una democracia verdadera.
El tercer principio esencial para saber si vivimos o no en un régimen democrático tiene que ver con el Estado de Derecho. En las democracias los gobiernos se someten a las leyes. No son impunes ni son libres de manosear el ordenamiento jurídico para lograr sus propios fines. Una democracia no funciona sin separación de poderes, independencia de tribunales, legalidad de la administración, fuerzas armadas sometidas al orden civil, no deliberantes, y apegadas estrictamente a la Constitución. Se trata por lo tanto de atribuciones y competencias plenamente definidas, protección legal contra los actos del poder público, respeto por los derechos de propiedad, y un sistema de indemnización jurídico público. Pero se le exige algo más, porque aun así podríamos estar frente a un cuadro de leyes ajenas al espíritu y propósito democrático: Que todas las leyes, reglamentos, resoluciones y prácticas sean congruentes y consistentes con las normas constitucionales, que entre ellas no medie interpretación alguna que expolie al ciudadano, y que reconozca todos y cada uno de los derechos fundamentales de los individuos y sus objetivos de libertad y plena realización.
El cuarto principio esencial es el de la ciudadanía. El uso del concepto «pueblo» es engañoso y falaz. Alude a la masa que sigue y que no objeta. Representa la obsesión del hombre fuerte en lograr montoneras inconscientes. Contraria a esta pretensión se encuentra la interlocución con el ciudadano que es interactivo y reclamante. El pueblo es una abstracción cómoda en tanto que los individuos, con sus defectos, intereses y sesgos, son una realidad con la que hay que negociar y construir consensos mínimos, desterrando la posibilidad del uso ilegítimo de la fuerza, evitando la persecución y la cárcel por razones políticas, que siempre son las de ciudadanía.
Finalmente, no hay democracia que funcione sin recursos morales expresados en el capital social de un país, tales como la confianza, las normas y redes que pueden mejorar la eficiencia de la sociedad mediante la facilitación de las acciones coordinadas. Es lo que llamamos instituciones, que sirven para resolver problemas, hacer transacciones pacíficas, convivir en paz e incluso pensar en la trascendencia. Libre expresión, prensa libre, pluralismo, tolerancia, familia, religión y sistema de mercado son parte de este acervo de recursos morales que se tienen o no se tienen, pero que hay que hacer un esfuerzo educativo y pedagógico para construirlo y mantenerlo a pesar de todas las acechanzas. El tirano no convive bien con esas instituciones, pero la democracia no tiene sentido sin ellas.
Lo que estamos viviendo aquí y ahora no es otra cosa que una mascarada que tiene en los titulares de los poderes públicos a sus principales cómplices, pero no los únicos. Quedará en la conciencia de cada ciudadano decidir qué es esto que estamos viviendo y tomar las decisiones que convengan.
Víctor Maldon