Víctor Maldonado: Entre el poder y el derecho

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victor-maldonado212Por Víctor Maldonado C.

Platón tenía en su mente la suerte de Sócrates cuando definió al justo cabal. “Quien es realmente justo, acepta también, en favor de la justicia, la máxima injusticia aparente y la condición de la mayor impotencia”. Corría el año 399 a.C. cuando después de un período de irritación social contra el personaje, finalmente se le abrió juicio.

Tres honorables atenienses, Meleto, Anito y Licón, recogiendo años de prevaricación y encono, se presentaron ante los tribunales para acusarlo de infringir las leyes del Estado, al no creer en los dioses oficiales e introducir en su lugar demonios nuevos y distintos. Asebia e impiedad, una reiteración culposa que merecía la muerte: Socrates venenum bibit. Tiempo después un esclavo tuvo la ingrata tarea de rallar la cicuta, esparcirla en la tasa y dársela al anciano filósofo, quien la tomó y murió. Se había impuesto el poder de la ciudad. “El pueblo de Atenas tiene la máxima capacidad sobre todas las cosas de la ciudad y el derecho de hacer lo que quiera”. Con esta muerte –dijo Socrates- los atenienses se causaban un perjuicio mayor que el que le iba a provocar a él. Al final, la muerte o es un largo sueño o una vida en el más allá. Atenas, en tanto, quedó marcada por ese capricho que bandea sus decisiones entre lo malo y lo peor, como si fueran un barco que se hunde en la tormenta de sus propios caprichos.

En una lejana provincia romana estaban ocurriendo sucesos extraños. Un hombre del pueblo se había proclamado profeta y llevaba tres años predicando un nuevo reino. Corría el año 30 cuando presentaron el personaje ante el Prefecto de Judea, Poncio Pilatos. Los pontífices judíos y la turba que los seguía argumentaron sobre su ley y las consecuencias que esa ley preveía para cualquiera que se pretenda hijo de Dios. A Pilatos le sorprendió el silencio y la serenidad del acusado a pesar de los ultrajes recibidos. Los argumentos presentados no le parecían convincentes, y se concentró en buscar una fórmula para desentenderse del caso. ¿De dónde eres? Fue la pregunta con la que intentó romper la incómoda sordina. Ninguna respuesta. El Prefecto se irrita y le increpa ¿No sabes que tengo el poder de liberarte o de crucificarte? La respuesta fue inesperada: “No tendrías poder sobre mi si no se te hubiera dado de arriba; por eso quien me ha entregado a ti tiene mayor culpa”. Y de nuevo un silenció que se transformó en contumacia a los ojos del juez. Para Pilatos no era un problema de creencias sino de irrespeto a la presencia del Imperio, que cuando exigía respuestas en ningún caso podía conformarse con el silencio. No defenderse era un acto de indisciplina castigado con la muerte, y una muerte de cruz. ¿Ganaron los Sumos Sacerdotes con la conjura? Esa inmensa inversión de poder para asesinar al estorbo teológico que les vaciaba de sentido su propia hegemonía fue el punto culminante de su propia debacle histórica.

En la madrugada del 13 de octubre de 1307 los oficiales del rey de Francia allanaron las casas templarias del reino, para detener a todos sus habitantes, a los que se llevaron sin que ellos ofrecieran resistencia alguna. 138 miembros de la Orden Templaria fueron encarcelados, y entre ellos Jacques de Molay, el gran maestre de la orden, aunque la tarde anterior había estado en la corte, asistiendo al funeral de Catalina de Courtenay, esposa de Carlos de Valoy, hermano del rey. El 3 de Abril de 1312, en la Catedral de Saint-Maurice de Vienne, reunido el decimo quinto concilio ecuménico, estando presente Clemente V, Felipe IV de Francia y su hijo Luis, el Rey de Navarra, se dio lectura se dispuso, con dolor y amargura, la supresión de la Orden del Temple.  Años de tortura, aislamiento y presión psicológica forzó a la mayoría a la autoinculpación para intentar salvar la vida. Eso no ocurrió. Todos fueron ejecutados. El gran maestre nunca cedió a la confesión falaz, y fue quemado vivo en una isla del Sena, hecho que ocurrió el 20 de abril de 1314. Felipe IV y su reino expolió capacidades organizacionales y riquezas. Cerca de 400 mil libras que la corona adeudada a la orden se evaporó como consecuencia de la persecución. Pero además recursos financieros, bienes inmuebles y tesoros valiosos quedaron a disposición del rey. El Papa ganó tiempo frente a la arremetida fatal de los nuevos estados nacionales. Años de falsos procesos judiciales solo encontraron sentido en esa voracidad del poder que no concibe competencia fraternal sino el intrincado juego de suma cero por el que todo lo que ganan unos lo pierden los otros.

Bellos eran sus ojos azules, y seductora su convocatoria a combatir como parte de los ejércitos de Dios. Nadie logra explicarse por qué en el cielo podrían estar especialmente interesados en consolidar la corona de Francia y afianzar los derechos de Carlos VII. Pero Dios habla bajo y su idioma es la moraleja con la que a veces concluye sus historias. Corría el año de 1429 y una joven doncella analfabeta se abrió paso hasta la corte que esperaba en Chinon para anunciarles que bajo su conducción y por mandato del Altísimo se abrirían los caminos que llevaban hacia Reims donde llegó el 17 de julio. Hasta allí sus victorias fueron inobjetables, pero su obsesión de limpiar a Francia de ingleses y borgoñones la condujeron hacia su propia tragedia. Los rumores enloquecieron al novel monarca a quien acusaban de deber su corona a una mujer, además emisaria del demonio. La Universidad de Paris se une a la conjura y Juana de Arco, apresada en 1430, fue quemada viva el 30 de mayo de 1431. Su firmeza de convicciones y esa gracia que le impidió caer en la trampa argumental de sus acusadores no le fueron suficientes para salvarla del martirio. “Con esta sentencia declaramos que hemos juzgado sobre vos, que como un miembro gangrenoso sois excluida de la unidad de la iglesia, a vos, Juana, llamada comúnmente la doncella, apóstata, idólatra, hechicera…”

Stalin no soportaba la mínima idea de competencia. El primero que sintió su aliento gélido y criminal fue Seguéi Mirónovich Kosdtrikov, mejor conocido como Kirov. Rival natural de Stalin, elocuente, popular y jefe supremo del partido en Leningrado. Fue asesinado el 1 de diciembre de 1934. Pero ese hecho solo fue el principio del terror. A partir de allí Stalin invento y puso en escena tres simulacros judiciales con los que sacó del camino a 54 dirigentes de primera línea del partido comunista. Todos confesaron ser enemigos encubiertos, agentes de potencias enemigas, propagadores del derrotismo, conjurados en magnicidio, y amigos de Trotski, su verdadera obsesión, su verdadero enemigo, exiliado y macerado a fuego lento hasta que una pica en su cabeza acabó con todos sus suplicios.

El poder y el derecho son antagonistas naturales. El que ostenta el poder se siente permanentemente tentado a usar todos los medios a su disposición –incluida la ley- para anular a los supuestos adversarios. El poder tiene vocación de plenitud y de perpetuidad. El poderoso siempre quiere permanecer, y es muy fácil que toda su carrera transcurra en ese afán de evitar obstáculos y derrumbar cualquier adversidad. El poder es peligroso en dosis altas, y por eso la humanidad ha aprendido a dosificarlo para hacerlo útil. El poder se vale de la fuerza para imponer sus argumentos, independientemente del curso de la realidad. Sócrates no era enemigo de la ciudad. Jesús no era enemigo de Roma. Los Templarios no eran una secta demoníaca. Juana de arco no era hechicera. Y Stalin no era tan infalible como él mismo se vendía.

El poder es caprichoso y emocional. Atenas ejerció el poder al matar al mejor de sus hombres, y luego en una voltereta de su irritación, al percatarse de su equívoco, castigar a los acusadores de Sócrates. La moraleja es que el poder tiene que compartirse y sus decisiones espaciarse para permitir la deliberación y el discernimiento. El poder es a veces un trapiche imparable que conspira contra la suerte final de los que lo ejercen para aplastar a los demás. La historia no ha reivindicado a ninguno de los que se han atrevido a usar el derecho para el objetivo miserable de sostener la propia sevicia. El poder es un abrasivo que pierde siempre la batalla final contra la realidad.

El derecho va a privilegiar al poderoso, que lo va a usar para su beneficio, si no se impone a todos una versión apropiada de la justicia, limitando el poder y advirtiendo sobre la necesidad de salvaguardar a los más débiles, a los indefensos, de las arremetidas de los poderosos. Al derecho hay que darle contenido ético y practicarlo a la luz del bienestar general. El derecho que está al servicio de la mentira se transforma en una bisagra eficaz de la tiranía. No es derecho sino simulación punible. Jesús fue víctima de una conjura que desencadenó en una alianza momentánea entre Roma y los judíos. Los templarios fueron víctimas de su éxito y de las obsesiones centralizadoras del rey francés. Juana de Arco era intolerable por ser mujer, por ser valiente, y por exhibir esa ingenuidad eficaz que solo podía ser el producto de una gracia de Dios. Stalin fue objeto de la misma revisión que él le impuso a todos sus compañeros. Su estatua fue arrinconada hasta los espacios del olvido y la vergüenza. Todos los ejemplos tienen en común la celada, la turba, el contubernio, el desconocimiento del otro y la violación flagrante de cualquier posibilidad de legítima defensa. Todos estaban condenados anticipadamente. Todos satisficieron las ganas de alguien, las obsesiones de alguno, que los veía como un peligro. Todos murieron. Todos son aun hoy un llamado de atención a lo que no debe hacerse. Y sin embargo eso se sigue haciendo. Hoy somos todos nosotros víctimas y espectadores de la misma batalla entre el poder y el derecho. Todos echamos de menos la virtud de la probidad. Sin honestidad y rectitud de intenciones, sin afán de justicia, sin el objetivo trascendental de darle a cada quien el reconocimiento que merece, la dignidad que efectivamente tiene, el respeto del que es recipiendario, los espacios políticos que se ha ganado, sin que ese sea el guión, el derecho es un artilugio del que se valen los poderosos para transformar la vida de todos en esa sentencia trágica inventada por Plauto: Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit. Lobo es el hombre para el hombre, y no hombre, cuando desconoce quién es el otro.

Mi solidaridad absoluta con los presos políticos, que sufren estar en la boca del lobo. Mi abrazo fraternal con Antonio Ledezma, el más reciente, pero tal vez no el último de esta historia inacabada.

e-mail: victormaldonadoc@gmail.com

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